Son siete los ataúdes de madera. Sobre ellos, siete claveles rojos de plástico; adentro, los huesos de siete personas que aparecieron bajo la tierra en el lugar que hoy se conoce como Creompaz. Al centro, un octavo féretro, pequeñito, cubierto en satín blanco.
De una bolsa de plástico salen varias bolsas de papel más pequeñas. Katia, de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), comienza a ordenar con delicadeza, sosteniendo entre el índice y el pulgar, el contenido de las bolsas adentro del pequeño ataúd. Los huesos son frágiles; diminutas piedritas que alguna vez fueron costillas, columna, vértebras lumbares; un cráneo fragmentado —como en lascas— y una mandíbula; van tomando la forma del esqueleto de Marta Elena Chen Ivoy. Aún tenía dientes de leche y los permanentes nunca quedaron escondidos en la mandíbula.
Hoy será el funeral de Marta Elena. Hace 34 años que sus hermanos vieron por última vez su sonrisa. Ella tenía cuatro años cuando se la llevaron.
—A pesar de que son tan pequeños y poquitos los huesos, pudimos identificarla y obtener una muestra de ADN significativa —dice Katia Orantes, Jefa del Departamento de Confirmación de Identificaciones de la FAFG, quien ordenaba las piezas de Marta Elena un día antes, el martes 30 de agosto. Cae la tarde en una casa de dos cuartos en el caserío Pacux, del municipio de Rabinal en Baja Verapaz y apenas comienza el velorio.
En este funeral no hay mamá ni papá que lloren por su hija. Sólo quedan sus hermanos, Fabián y Ricardo. Antonio, el padre, murió masacrado tres meses antes de que Marta Elena y su mamá, Victoriana, fueron llevadas junto a sus otros hermanos: Hilaria, Pilar y Joaquín. Otro hermano, Julio, de 17 años, recibió un balazo y murió días después. Ese día, soldados del Ejército y patrulleros de autodefensa llegaron al caserío Los Encuentros, capturaron a 15 mujeres y a sus hijos, y se los llevaron a bordo de un helicóptero.
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Un niño de 13 años corre desnudo, despavorido, en la ribera del Salamá. Es la mañana del 14 de mayo de 1982. Minutos antes, mientras se bañaba, Ricardo Chen vio llegar un camión a su poblado. Escuchó la balacera. Corrió desnudo y descalzo entre las piedras. Su ropa quedó en la orilla del río. Ricardo Chen se alejó de Los Encuentros y nunca volvió a su casa. El caserío, según los testigos, fue atacado por soldados y patrulleros de autodefensa civil.
—El sufrimiento empezó antes —recuerda Ricardo ahora, pero no se sabe si se refiere a cuando mataron a su papá en la masacre de Xococ, a presenciar la masacre en Río Negro, o a escapar a Los Encuentros y que allí también los atacaran. Para su familia, 1982 fue un año atroz.
En febrero, tres meses antes de que Ricardo Chen corriera por su vida, un grupo armado quemó el mercado de la vecina aldea de Xococ y mató a cinco personas de este poblado de Baja Verapaz. El Ejército le atribuyó este hecho a la guerrilla, y los habitantes de Xococ rompieron las relaciones comerciales que mantenían con los de Río Negro, comunidad a la que calificaron de guerrillera.
La familia Chen vivía en Río Negro. El 7 de febrero de 1982 los patrulleros de Xococ, citaron a 150 personas de la comunidad de Río Negro a su poblado. Ricardo no fue, pero su hermano Fabián, de 17 años, estaba allí junto con su papá, Arturo Chen y su abuelo Juan Cuxun. Antes de liberarlos, a los últimos dos les retuvieron sus cédulas de vecindad. El 13 de febrero 74 personas de Río Negro —entre ellas, el padre y el abuelo de Ricardo y Fabián— regresaron a Xococ para recuperar sus documentos. Allí fueron ejecutados.
Una de las sobrevivientes de esa masacre, Teodora Chen, está en el funeral de Marta Elena.
—A todos los mataron, yo vi, ante mí los mataron, no los busquen, no regresen —dijo Teodora, perturbada, a las familias de Río Negro.
Un mes después, el 13 de marzo de 1982, se dio la primera masacre de Río Negro, en la que murieron 177 personas. Algunos de los sobrevivientes huyeron y permanecieron varios meses refugiados en las montañas que rodeaban a sus casas destruidas, y no volvieron. Otros decidieron asentarse en un trozo de tierra donde se unían los ríos Salamá y Chixoy: Los Encuentros. La familia Chen Ivoy contaba con una casa allí, por lo que se mudaron al caserío.
Los Encuentros desapareció. El agua del embalse de la represa Chixoy sumergió, en enero de 1983, lo que quedaba de la comunidad. Solo las cimas de los cerros se elevan sobre lo inundado.
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Era época de mango. La mañana del 14 de mayo, inició el ataque. Mientras Ricardo huía desnudo entre las piedras, Fabián estaba en casa con su esposa embarazada y su hija de nueve meses; su mamá, dos hermanas, y Marta Elena y Joaquín, los gemelos de cuatro años, que solían jugar entre ellos sin necesidad de más compañeros.
—Mamá, ¿qué vamos a hacer? —repetía desesperado Fabián mientras soldados y patrulleros atacaban Los Encuentros.
—Váyanse ustedes. Si me matan a mí, aquí me quedo con mis hijos —respondió, decidida la madre.
Fabián dejó a su familia y corrió en zigzag por la montaña, llevando en brazos a su bebé, Marina. El brazo izquierdo de Fabián tiene la cicatriz de una bala que permaneció en su cuerpo por 32 días, mientras se refugiaba en la montaña.
—Se me murió en el monte —murmura con tristeza al recordar a la pequeña Marina murió de hambre. Su hermano Julio recibió un disparo en la pierna y falleció días después.
Los Encuentros fue atacada con granadas. Según los testimonios registrados en la CEH, los soldados y los patrulleros mataron al menos a 79 personas. Todas las casas fueron quemadas. Un grupo de mujeres y niños fue sacado por un helicóptero que hizo tres viajes. Marta Elena Chen Ivoy, la niña de cuatro años, y Joaquín, su gemelo, abordaron el helicóptero junto con su mamá y sus tres hermanas, y la esposa de Fabián. Es ahora, con el descubrimiento de las fosas de Creompaz, que se sabe cuál fue el rumbo que tomaron aquellos helicópteros.
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Los restos de Marta Elena aparecieron enterrados en las instalaciones del Comando Regional de Entrenamiento para la Paz (Creompaz), y que en 1982 era la sede de la Base Militar 21 de Cobán, en donde se han encontrado los restos de otras 565 personas. Los forenses han recabado información genética de 420 fallecidos para identificarlos. El 10 de abril de 2012 se halló la fosa en la que se encontraron los restos de Marta Elena junto a 62 osamentas más; 37 eran niños. Además de los cuerpos, en ese espacio se encontraron restos con vendas, mordazas y sogas en manos y pies. Los diminutos huesos de Marta Elena no permiten determinar la causa de su muerte, ni muestran las mismas señales de violencia de los adultos que han sido identificados.
En esa misma fosa, la FAFG identificó los cuerpos de Martina Rojas, Petrona Chen y al pequeño, Manuel Chen Sanchez, de tres años
Los huesos de Marta Elena salieron de la fosa colectiva el 29 de abril de 2012, junto con una playerita amarilla, con rayas azules y blancas.
Sus hermanos, Fabián y Ricardo, dieron las muestras de ADN que permitieron identificarla un mes después de que encontraran sus huesos. Debido al ADN familiar, el análisis genético determinó que los restos podían ser de cualquiera de las tres hermanas desaparecidas: Pilar (7 años), Hilaria (5 años) y la niña que ahora está en el ataúd blanco. Por su rango de edad y su complexión ósea se pudo determinar que aquellos trocitos blancos, por su tamaño y desarrollo, correspondían a la menor de las hermanas Chen Ivoy.
El 8 de enero de 2016, la Fiscalía de Derechos Humanos del Ministerio Público acusó a 15 militares retirados que integraron la plana mayor y la línea de mando relacionada con la Zona Militar 21, señalados por haber conocido y permitido que dicho lugar se convirtiera en un centro de detención y por institucionalizar prácticas como torturas, detenciones arbitrarias, violaciones sexuales, ejecuciones extrajudiciales y entierros clandestinos. Los hechos ocurrieron cuando Efraín Ríos Montt era Presidente de facto, pero la acusación no llega hasta él.
De los 15 militares acusados, ocho fueron ligados a proceso. De las 194 víctimas que se incluyeron al inicio, 97 quedaron fuera del caso en la fase intermedia.
El Caso Creompaz, como se conoce al proceso judicial, se encuentra detenido por los recursos legales interpuestos por la fiscalía y los querellantes adhesivos, quienes no están de acuerdo con la desestimación de los cargos en contra de tres de los señalados y la disminución en el conteo de casos de violencia y víctimas que se admitieron para juicio.
Por la masacre en Los Encuentros fueron acusados César Augusto Cabrera Mejía, exoficial de Inteligencia; y el excomandante segundo de la zona, Luis Alberto Paredes Nájera, quien fue separado temporalmente del proceso debido a que, según un análisis forense, está incapacitado para enfrentar el proceso penal debido a un derrame cerebral. A ambos se les señala por delitos contra los deberes de humanidad y la desaparición forzosa de Marta Elena
Cuando se dieron las capturas, sólo a los huesos de 97 personas se les había podido asignar un nombre. Ahora, ese número ha aumentado a 128.
La identificación de los restos de Marta Elena sucedió luego de la captura de los señalados por el Caso Creompaz.
Uno de los retos que conlleva la identificación es la coincidencia entre los nombres de las personas y sus certificaciones de nacimiento o defunción. Si bien los sobrevivientes de la familia Chen Ivoy tienen claro su parentesco y cómo se escriben sus nombres, la papelería familiar muestra un mismo apellido escrito de tres diferentes maneras: Ivoy, Iboy, Yvoy; Marta Elena aparece a veces como Magdalena.
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Durante la etapa intermedia del Caso Creompaz, la defensa de algunos militares acusados planteó la posibilidad de que varios de los hombres y mujeres asesinados hubiesen sido combatientes o patrulleros. El informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) concluye que a los pobladores de Río Negro se les estigmatizó como guerrilleros y afirma que allí hubo ataques contra “población civil e indefensa” del lugar.
La aparición de los restos de Marta Elena Chen Ivoy , de cuatro años, y Manuel Chen Sánchez, de tres, contradicen la defensa de los militares. Los niños están protegidos por las leyes internacionales de la guerra que los catalogan como población civil no combatiente.
Las acciones que buscaban la muerte de mujeres y niños de Río Negro, las ejecuciones de sobrevivientes de esta masacre y la generación de condiciones de vida que acarrearan su muerte “evidencian… la intención del mando responsable del Ejército de destruir total o parcialmente a dicha comunidad… lo que configura un acto de carácter genocida”, señala el informe de la CEH.
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La alegría y la tristeza se revuelven con el humo del incienso. Todo se ve gris. El piso está cubierto de hojas de pino. Es la mañana del martes 30 de agosto de 2016 y en la pastoral de Cobán, se encuentran ocho familias que respiran aliviadas, casi alegres, porque al fin conocen el paradero de sus desaparecidos; a la vez lloran por la certeza de saberlos muertos.
Han pasado más de tres décadas y los parientes esperan pacientes la llegada de los miembros de la Fundación de Antropología Forense que cargan las cajas con los restos de sus aparecidos.
En la pastoral se hará entrega de los restos de un hombre que salió a buscar medicinas para su hija enferma, el alcalde auxiliar de Panzós que debía reportarse a la Zona Militar 21,un agricultor joven secuestrado por patrulleros de la finca Samac, en Cobán; un caporal que salió de su trabajo, pero nunca llegó a su casa; tres hombres de Pambach que, como muchos de ese poblado, volvieron sólo en huesos y una niña de cuatro años que fue llevada en helicóptero desde Los Encuentros: Marta Elena.
Creompaz fue una gran fosa común en la que se han encontrado los huesos de gente de poblados desperdigados a lo largo de Las Verapaces. Basta ubicar las desapariciones para descifrarlo: desde Cobán y sus suburbios, hasta Pamac (San Cristóbal Verapaz), Pambach (Santa Cruz Verapaz) y Rabinal (Baja Verapaz), más al sur; o la aldea Tampo, en Tactic, más al norte.
—Ahora recibo a mi tío —dice Rosa Macz, la sobrina de Juan Vicente Poou Choc, uno de los exhumados— pero aún espero encontrar a mis padres para darles cristiana sepultura.
En la primera fila de sillas colocadas para el velorio colectivo, previo a que cada familia lleve a sus muertos a los poblados de origen, Rosa Macz llora y se lamenta de las distancias entre sus familiares y los militares acusados por el Caso Creompaz. “Ellos tienen la oportunidad de defenderse en un juicio, mis familiares no la tuvieron: los mataron. Sigo buscando a mi papá. Espero encontrarlo así como se fue, vivo. Lamentablemente no regresan así”, dice. Tres filas atrás de ella se encuentra sentado Ricardo Chen. Hace cuatro meses se enteró que habían encontrado a Marta Elena. Antes de mencionar a sus familiares pronuncia el categórico “finado”: “mi finada mamá”, “mi finado papá”, “mi finada hermana”.
—Ni una vez se va a olvidar uno de lo que ha sufrido. ¿Cómo lo va a dejar a uno lo que le ocurrió? —se pregunta.
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Para llegar a Pacux, se debe atravesar Rabinal y pasar por el destacamento militar, que, a la distancia, parece un pequeño complejo vacacional a la deriva, semiabandonado, bordeado por terrenos inundados de aguas verdosas.
Para los hermanos Chen Ivoy una sepultura digna implica regresar al caserío (ahora viven en Cobán) y comprar la comida que sus esposas cocinarán para los que llegan al velorio, transportar en un picop las sillas plásticas que pidieron prestadas del centro de salud, atar lazos, alambres y cables en un chapuz que termina siendo una estructura de toldos iluminados que cubren la calle frente a la casa.
La casa en la que velan a Marta Elena tiene un zócalo de block y cemento, coronado por paredes de madera. En la entrada, un contador de electricidad. La misma estructura se repite por las seis cuadras de todo Pacux, el caserío de Rabinal, Baja Verapaz en el que los habitantes de Los Encuentros fueron reasentados por el Instituto Nacional de Electrificación (INDE), antes de que este lugar fuera inundado para llenar la represa de la hidroeléctrica Chixoy.
—Esta es la tierra que nos dieron a cambio de nuestra tierra en Río Negro, la tierra en Pacux no es fértil —cuenta Ricardo Chen Ivoy. La casa también fue parte del trato.
Las exequias incluyen un culto (los hermanos Chen son evangélicos) en el que nadie viste ropas negras. Un grupo musical ensaya una especie de tex-mex pentecostal: tres teclados y un bajo retumban antes de que empiece el servicio de velación de Marta Elena. La música se detiene y comienza a tronar el cielo. La lluvia resuena en los techos de lámina y en los toldos. El pastor ora en castellano, lee la Biblia en castellano, pero el resto del tiempo habla en achí.
El velorio termina cerca de la medianoche. La gente se dispersa. Todo Pacux queda en silencio. Luego, en Rabinal, en un comedor que funciona de cantina, dos vecinos ebrios platican sobre cómo antes acá mataban a las personas, cómo mataron a un amigo de la infancia durante la guerra “porque aquí la vida no valía nada”.
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A la mañana siguiente el cubo que almacenó agua de una gotera durante la noche es el florero que una mujer balancea sobre su cabeza en la marcha fúnebre. De la casa en Pacux hacia el cementerio de Rabinal sale a pie el grupo que lleva la cajita blanca.
La procesión pasa por los caminos de tierra mezclados con escombros de construcción. Camina sobre una placa de mármol blanco quebrada en pedazos, de la que apenas se distinguen las palabras “exigimos” “asesinos y culpables” “de Xococ” “quitaron… sus bienes” “hechos” “cobardes y salvajes”… “construir desde Rabinal”… “la sangre de nuestros mártires masacrados”.
Una calle divide el cementerio del destacamento militar.
El cortejo fúnebre camina a lo largo del cementerio en cuya pared se pegó un cartel con los nombres y fotografías de los fallecidos en las masacres de Río Negro. El empapelado que cubre el muro ahora está desgastado, con los bordes carcomidos, como si alguien hubiera tratado de arrancarlo. Los nombres y los rostros, incompletos.
Ya dentro del cementerio, Ricardo y Fabián se quitan las gorras con las que han pasado todo el velorio. El nicho de su hermana es un cubo de block gris y cemento. Fabián agradece a los asistentes y cuenta que está contento porque “ya tiene hermana” aunque aún no ha encontrado al resto de su familia.
—Vinimos a guardarla aquí, pues ni modo —dice sobre la muerte de su hermana y calla.
Otros asistentes comienzan a hablar en achí. De sus palabras se distinguen algunas en castellano. Son las palabras de la guerra. Aparecido, desparecido, bala, masacre. Así empieza, frente al nicho abierto, una ronda de relatos de sobrevivientes.
—Todos sufrimos eso. Es verdad, no es mentira lo que pasamos —dice Antonia Osorio, quien sobrevivió al ponerse “ropa de ladina” para esconderse durante la masacre de Santa Ana y aún busca a su papá desaparecido.
—Hemos declarado ante el Ministerio Público. Tenemos un compromiso con los desaparecidos. Ahora solo falta narrar ante un juez lo que vi y les hicieron —continúa otra mujer.
Habla también Mario Rojas, el hijo de Martina Rojas, la primera identificada en la fosa en la que apareció Marta Elena. Habla en achí, como lo hicieron los demás, pero en español se escucha claro: cristiana sepultura… justicia… paz… comandante… 14 de mayo.
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Dentro del nicho ya están los huesitos de Marta Elena. Un albañil comienza a cubrir el espacio que sirvió de entrada para el ataúd. Del nicho de cemento quedan sueltas, salidas, verticales, cuatro varillas de hierro, como suelen dejarse en las terrazas de muchas de las casas de Guatemala, que son la esperanza, pocas veces alcanzada, de construir el segundo nivel. En el nicho de Marta Elena las varillas indican que se espera un segundo piso, otro espacio para los muertos. Ricardo y Fabián esperan a su madre, doña Victoriana; a Juliana, la nuera. A Pilar e Hilaria, las hermanas de la hija enterrada; a Joaquín, su hermano gemelo.