Inicialmente, fue una preocupación referida a la prolongación de estas medidas que hoy asumimos como extraordinarias y temporales. ¿Cuántas llegaron para quedarse? Luego, se reprodujeron como el virus y fueron surgiendo otras y otras. ¿Cuánto de este discurso autoritario que hoy se nos impone volveremos normal? ¿Cuánto nos quedará de estas casas —fábricas y casas— escuelas en las que se han transformado las que antes eran nuestras casas de habitación? Ya varias personas vinculadas al mundo académico han advertido que mucho de lo que estamos viviendo hoy es una agenda excluyente impuesta por las élites del mundo, que nos han puesto a pensar en los horizontes posibles pos crisis del covid-19.
Sin embargo, una vez que las alertas están encendidas y reconocemos la complejidad y particularidad de esta crisis, me pregunto de qué crisis hablamos: de esta, la generada por la pandemia, o de la de más larga data, la que hemos vuelto invisible y por eso ya no nos aparece en los relatos: la crisis profunda en la que nos hemos acostumbrado a vivir, donde el 1 % de la población del mundo posee más del doble de riqueza que casi 7,000 millones de personas, donde 735 millones de personas siguen viviendo en la pobreza extrema mientras un grupo de multimillonarios poseen más riqueza que el 60 % de la población mundial. Esa misma donde hay 258 millones de niñas y niños sin escolarizar, uno de cada cinco, y en la cual por cada 100 niños que están sin escolarizar hay 121 niñas a las que se priva de su derecho a la educación. ¿Crisis? ¿Cuál? Esa en la que cada día 10,000 personas pierden la vida por no poder costearse la atención médica o se ven arrastradas a la pobreza extrema por los gastos médicos que deben afrontar. ¿Cuál? Aquella donde la esperanza de vida en las comunidades pobres es entre 10 y 20 años inferior que en las zonas prósperas o donde la desigualdad que vivimos las mujeres nos parece tan normal que tenemos que seguir insistiendo en que no nos maten, en que no nos discriminen y en que nuestras demandas son válidas porque parece que, después de más de 200 años de exigirlo, seguimos sin que se nos escuche y resuelva.
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Hoy empezamos a reaccionar y caemos en la cuenta de que los sistemas de salud pública están diezmados, de que la propia idea de los servicios públicos fue aniquilada y corroída en la memoria de las sociedades. Y ahora nos preguntamos qué pasó, cómo llegamos hasta aquí. Se nos impuso de forma paulatina que había que privatizarlo todo (la vida fundamentalmente), que es normal que acceda a salud, educación, agua, vivienda y carreteras quien pueda pagarlos, y que quien no «que ahí mire qué hace». Hoy las prácticas construidas sobre la desigualdad y la pobreza de la mayoría de la población se nos están viniendo encima. No nos sirven las engañosas recetas neoliberales para salvar vidas. Porque no nos alcanzan las camas, los respiradores ni el personal de salud. Porque necesitamos más profesionales, más gente que investigue, que nos responda todas las preguntas sobre el virus y sobre lo que se nos viene después. No nos sirve que sigan siendo los empresarios y banqueros los que definan líneas de acción y sigan anteponiendo su necesidad de lucro a la vida de millones de personas. Lo que tenemos que resolver necesita respuestas que surjan de otras formas de pensar el mundo, de otra manera de interpretar la convivencia y el relacionamiento social.
Entonces, esta crisis por el virus nos interpela profundamente. Nos hace volver la mirada hacia la otra crisis: la sistémica. Nos hace volver a las críticas profundas que se han hecho al capitalismo patriarcal y racista. Nos obliga a pensar de forma aguda sobre nuestra propia existencia, sobre los horizontes posibles, y a actuar para construirlos. Pugnamos por volver a la normalidad. ¿A cuál normalidad?, me pregunto. Porque, como ha dicho Naomi Klein en estos días, «debemos recordar que la normalidad era la crisis».
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