Seguramente ha escuchado o utilizado la expresión los años pesan. Entonces, si pesa un año, también pesan un mes, un día, un minuto. El problema es que, para las personas, no todos pesan lo mismo todo el tiempo. Podemos recordar minutos que nos cambiaron la vida, horas de inmensa felicidad, noches de angustia. Mi terrible noche de ansiedad podrá pesarme por siempre, aunque para el resto del mundo será una noche más, sin ningún peso diferenciador.
Cuando el tiempo pesa más y se vuelve una segunda fuerza de gravedad es cuando se acumula para ser historia. Esa fuerza de gravedad ampliada nos ralentiza mentalmente y hasta puede tener consecuencias económicas, sociales, psicológicas, políticas… Ese peso puede afectarnos a todos. Si no por igual, al menos todos lo sentiremos de alguna forma.
Lo trágico de todo esto es que, ralentizados, no nos damos cuenta de nuestra situación. Ni siquiera tenemos conciencia de que otras sociedades y grupos nos adelantan por arriba y por los flancos.
Lo anterior se vincula con mi artículo de hace casi un mes. Permítame resumirlo así: «Ya es hora de renunciar a la confrontación ideológica como modo de vida, como visión y misión y como canal liberador de nuestros demonios internos».
No hay ingenuidad ni inconsciencia en la propuesta de abandonar la lucha ideológica y empezar a construir puentes hacia la otra orilla. Hay pedazos de tiempo que se clavaron en nuestra mente y en nuestro corazón como lanzas ardientes, y su fuego no se apaga. Pero necesitamos revisar nuestras prioridades. El ejercicio no es nada fácil y quizá no todos podamos lograrlo, pero debemos hacer el intento.
La reacción al referido artículo sobre el tren parado es una muestra de las dificultades. El público comentó, y algunos me acusaron de ultraderechista, otros de izquierdista. Para algunos se trata de una conspiración. No faltaron insultos e íconos con carcajadas. Todo ello demuestra que la propuesta de un cambio de dirección representa una amenaza al statu quo mental y emocional de muchas personas y que la sola posibilidad de cambio es percibida como seria amenaza.
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¿Cómo podemos suspender la lucha ideológica sin traicionar nuestras convicciones? Esta es una pregunta fundamental. Si estuviéramos en una sala de conferencias, la respuesta sería un incómodo silencio precediendo un calentamiento retórico. No quiero proponer fórmulas porque hallar la respuesta es parte del camino por recorrer. Lo que sí puedo hacer es dar argumentos y ejemplos de apoyo a la propuesta.
Viene a mi mente la insólita alianza de los aliados y la Unión Soviética para derrotar a los nazis. A nadie se le ocurriría pensar que el presidente Franklin Delano Roosevelt haya sido procomunista. Luego de ganar la guerra, los otrora aliados se separaron y siguieron luchando, esta vez uno en contra del otro. ¿Por qué se aliaron?
Nelson Mandela es otro ejemplo. Fue un hombre encarcelado, torturado y segregado, alguien a quien le causaron problemas de salud para el resto de sus días, un líder de quien se esperaban acciones reivindicativas y justicieras al tomar el poder en la dividida República de Sudáfrica. A muchos les devino profunda desilusión, pues resultó entregando a sus otrora archienemigos las garantías de que no habría venganza y sí mucha voluntad política para una impensable reconciliación.
Pienso en Chile. Bajo la mirada del mismísimo Augusto Pinochet (quien no simpatizaba con la idea, pero tampoco se opuso) se concretaron muchos negocios de empresarios chilenos liberales con Cuba.
Sé que se puede argumentar en contra de los anteriores ejemplos, pero eso no cambia un hecho común: intereses superiores comunes consiguieron imponerse a las irreconciliables diferencias.
En el caso de Guatemala, tenemos enfrente intereses comunes que son a la vez enormes deudas con el país: libertad económica, reducción de la desigualdad, posicionamiento del país como socio estable y confiable para promover desarrollo, erradicación del hambre, combate de la corrupción, consolidación del Estado de derecho. Esos son los intereses superiores que deben gobernar la desescalada. El tiempo pesa, y el tiempo perdido (que además ahoga) ya es demasiado. Seguiremos.
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