La erradicación de la pobreza y obtener un trabajo decente son dos de los objetivos de desarrollo sostenible que plantea la ONU. ¡Menudo reto se han propuesto! Es un tema bastante complicado: necesitamos tener empleo digno, pero no todos estamos en total capacidad para desempeñarlo. Nuestra educación pública es visiblemente deficiente porque la mayoría de maestros que nos educan no poseen una formación universitaria. No obstante, si un docente estudia tres años en la universidad, obviamente preferirá trabajar en un almacén por un salario mínimo que laborar por contrato en una aldea a 300 kilómetros de la capital.
Así pues, estamos ante un dilema entre educación y salario. Supongamos que un trabajador gana Q600 al mes. Pensemos que este tiene un hijo en edad apta para empezar a trabajar, según acostumbramos. Si el joven aportara económicamente, el hogar contaría con el doble de ese ingreso mensual. Pensemos ahora que ese mismo muchacho quiere estudiar y logra persuadir a la familia de cubrir sus gastos mensuales de Q100 en educación. La familia quedaría con Q500 para subsistir, de manera que invertiría en educación más de la mitad de su potencial.
En comunidades rurales, el dinero circulante es restrictivo. Las personas no encuentran trabajo fácilmente. Y si lo obtienen, raramente gozan de condiciones dignas. Igual les sucede a un maestro rural trabajando por contrato institucional —algunas veces sin prestaciones de ley— y a un campesino que trabaja por un salario de Q30 diarios, sin tener siquiera el derecho a pago del séptimo. De hecho, en el casco urbano, una mujer pocas veces logra conseguir empleo, así sea de lavandera o en una tortillería, trabajando de lunes a domingo por Q10, en jornadas de hasta 14 horas diarias que la mayoría de las veces no incluyen almuerzo ni día de descanso.
Al ver la foto del niño imaginé a las personas trabajadoras de Purulhá, especialmente a las madres solteras, quienes con menos de Q10 pasan el día haciendo malabares para poder elegir si compran una candela o una barra de jabón. De ese modo, si para ellos comer un huevo es un lujo, ni qué decir de la grandiosidad que supone conseguir un lápiz o una pasta dental. No obstante, son madres que dejan la vida misma trabajando intensas jornadas para que sus hijos estudien y logren superarse. Esos mismos hijos, egresados ya del ciclo básico o diversificado, no siempre consiguen comprender bien lo que leen, tienen dificultades para hacer cálculos o no son muy competentes atendiendo una llamada telefónica. En consecuencia, terminan trabajando en el campo, como si nunca hubieran estudiado. Claramente, si tuvieran un mejor salario, asegurarían una mejor educación para sus hijos.
El índice de desarrollo humano mundial parece sugerir que estamos mejorando. A pesar de ello, existe una distribución inequitativa del progreso en dicho indicador, especialmente respecto de los ingresos. Muchas personas han quedado excluidas del desarrollo humano por pertenecer a grupos específicos como resultado de que existen barreras sistemáticas que refuerzan esa exclusión.
Con base en lo justo, la canasta básica vital demarca el límite económico indispensable para la supervivencia de una familia. Considerando bienes y servicios de menor calidad, está en Q7 479.20. Según la ley, el salario mínimo en el campo es de Q2 893.21. Esto no representa siquiera la mitad de lo que sería lo justo. Por si esto fuera poco, numerosos empleadores, por grandes que sean, evaden sus responsabilidades patronales negando al empleado el salario mínimo, incluso el acceso a seguro social, con lo cual abren una brecha infranqueable que niega las condiciones justas e imprescindibles para que una familia pueda subsistir dignamente. ¿Quién vive en estas condiciones por elección?
Estamos muy lejos de que alimentarnos dependa solamente de una plegaria. Debemos analizar a quién se está dejando atrás y por qué. Debemos suponer prioritaria la atención laboral justa a estos grupos a fin de garantizar un desarrollo humano para todos.
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