Las niñas indígenas en Guatemala llevan sobre sus hombros no solo un cántaro de agua, sino también un limitado acceso a la educación, casi nulas oportunidades de atención en salud reproductiva y una serie de injusticias producto de la discriminación, la exclusión, la pobreza y el racismo estructural. Estas condiciones tienen un impacto devastador en sus vidas, convirtiéndolas en el segmento poblacional más vulnerado, condenadas a la deserción escolar y expuestas a la violencia física, sexual y psicológica desde su nacimiento.
Históricamente, las comunidades indígenas han enfrentado barreras y limitaciones en todo sentido. Si bien en Guatemala no existen Indian Reservations como en Estados Unidos, las comunidades indígenas han sido sistemáticamente relegadas en temas que van desde la falta de acceso a caminos adecuados hasta las carencias en educación: escasez de escuelas, docentes mal preparados, falta de recursos y discriminación constante.
Hasta aquí, algunos podrían pensar que estas dificultades afectan por igual a niños y niñas, pero ellas enfrentan agravantes invisibles para la mayoría: son las últimas en comer en casa, después de los adultos y los varones, así que solo se alimentan si alcanza. Además, deben encargarse de tareas domésticas junto con su madre: cocer maíz, ir al molino, tortear, lavar ropa mientras cargan a un hermanito a cuestas. Todo esto impide que tengan tiempo para hacer tareas escolares y presten atención en clase lo que se traduce en bajo rendimiento y, finalmente, llega la deserción escolar y el estigma de «cabeza dura».
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Según la investigación de Plaza Pública La inversión del gobierno en educación deja fuera a las mujeres mayas en promedio, las mujeres alcanzan solo 5.3 años de escolaridad, pero la situación es aún más crítica para las mujeres indígenas, quienes presentan un 48 % de analfabetismo. Este porcentaje se ha mantenido igual desde 2012, lo que evidencia que en más de una década el Estado no ha logrado reducir esta desigualdad que limita la vida de las mujeres mayas.
Si una niña indígena no habla español, y debe comunicarse en su idioma materno, es probable que enfrente burlas y discriminación tanto de sus compañeros como de sus propios docentes. Esto puede generar vergüenza por su identidad cultural, y en muchos casos, lleva al abandono de sus tradiciones, idioma y costumbres. Por esta razón, muchas mujeres indígenas parecen tímidas e inseguras, cuando en realidad lo que sucede es que la discriminación ha minado su autoestima y las ha convertido en víctimas de exclusión.
La pobreza también limita el acceso de las niñas a materiales escolares y útiles básicos. En términos de oportunidades económicas, la desigualdad comienza desde la infancia: mientras los niños suelen ganar algo de dinero ayudando en tareas agrícolas, las niñas dependen enteramente de su familia, lo que las mantiene sujetas a la voluntad de los varones y refuerza el círculo de machismo y dependencia.
Las niñas de comunidades rurales tienen además un acceso muy limitado a servicios de salud de calidad. Esta diferencia es más evidente con la experiencia en campo: tras años de trabajo comunitario con la niñez, hemos debido acompañar múltiples casos de atención médica a niñas (curiosamente, casi nunca a niños). Hemos visto infecciones urinarias desatendidas, suturación de heridas por manipulación de cuchillos y machetes, quemaduras graves por ollas calientes, quistes, hernias y ulceraciones en la piel causadas por la desnutrición. La proporción es vergonzosa: por cada veinte casos de desatención médica infantil, diecinueve son niñas. Esto sugiere que los niños sufren menos accidentes domésticos y reciben mayor atención familiar.
A todo esto se suma violencia y abuso, tanto en la comunidad como en el hogar. Un amigo que trabaja en comunidades construyendo habitaciones para niñas y duchas cerradas en las viviendas cuenta que el abuso sexual en comunidades rurales suele ocurrir después del baño, porque muchas niñas deben asearse al aire libre, expuestas a la vista de todos.
Esta desigualdad estructural no es casualidad. Es el resultado de un sistema que ha normalizado el abandono de las niñas indígenas y ha convertido en rutina la violación de sus derechos fundamentales. Visibilizar estas realidades no es suficiente, pero es el primer paso para exigir cambios urgentes.
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