Conozco historias reales que me han permitido ver la pobreza de forma integral y compasiva, como la de doña Candelaria:
«Me llamo Candelaria, tengo 64 años y nací en casa, en la aldea Bremen, Purulhá, Baja Verapaz. Mamá me contó que antes no había ropita de bebé; mis tías llevaron unos camisones para taparme, ese fue mi regalo. Cuido a mi mamá, que aún vive a sus 95 años.
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Cuando cumplí un año y empecé a caminar, me caía mucho [sonríe]. Una vez me tragué una basura porque me dejaban sola en la tierra. Luego enfermé del estómago hasta adelgazar. Mi mamá, preocupada, me dio hojas de apazote y me sobó con otros montecitos. Desde entonces, ponía costales para que no tocara el suelo. A veces me llevaba en su perraje mientras lavaba ropa y hacía los oficios. Si no lo hacía, mis tías y mi abuela se enojaban.
Mi papá tomaba mucho boj. A veces no había qué comer y se enojaba cuando mi mamá le pedía dinero. A mis siete años ya entendía lo que pasaba. Llegaba bolo y violento, amenazaba con matarnos a machetazos. Nos daba miedo. Nos sacaba de la casa y dormíamos bajo los árboles, mientras él amanecía tranquilo en casa.
Pasábamos hambre. Mi mamá conseguía bananos o vendía café para comprar comida. A veces no comíamos en todo el día. Un día, unos vecinos avisaron que mi papá estaba tirado en el camino. Corrimos a verlo. Se había ahogado. Nos pusimos tristes, porque era nuestro papá. Mi mamá nos dejaba solos mientras buscaba hierbas en el cafetal. Nos daba miedo salir. Con mi hermano buscábamos leña, pero ya vivíamos tranquilos.
Cuando tenía doce años, mamá decía: “Si alguien viene a pedirte, te tengo que dar. Me cuesta cuidarlos y no tengo qué darles”. Me asustaban sus palabras. Un día llegó un muchacho con comida y le dijo a mi mamá que yo le gustaba. Me escondí tras los costales de la casita de tanil. Desde ahí escuché cuando ella respondió: «¿De verdad la querés? ¡Te la regalo!» De repente, me llamó. Sentí nervios.
Mi mamá me dijo: “Te vas a vivir con él. Si un día muero, ¿qué harás? Tu hermano se irá a trabajar y quizás no regrese. ¡Mejor te vas!” En ese momento empecé a llorar [recuerda entre lágrimas]. Yo no lo quería, pero él, feliz. Me escapé, no quería regresar. Llegaba solo a dormir, pero insistían todos los días. Contra mi voluntad, me fui. No quería dormir con él, tenía miedo. Toda su familia tomaba boj. Sus hermanas me decían que sería feliz. Pasé casi cuatro años con él sin hijos. Mi suegra y sus hijas murmuraban: “¿Será que es mujer o qué?” Me maltrataban. Como a mi mamá, a mí también me pegaban. Aguanté porque ya vivía con él.
Un día sentí algo moverse en mi estómago. Le conté a mi suegra y me dijo que estaba embarazada. Me explicó lo que pasaría. Todos se pusieron felices. Mi esposo siguió tomando hasta el parto. No tenía dinero ni ropa. Mi bebé no tenía comida. Yo lloraba. Me preguntaba: ¿Por qué mi mamá me había regalado? Luego volví a embarazarme. Tuve cuatro hijos.
Mi esposo se enfermó del estómago. Con mi bebé en la espalda, iba a buscar flores para vender. Así compraba frijol, que costaba veinte centavos la libra. Finalmente mi esposo falleció por problemas del estómago. Mi hijo, de 16 años, vino al pueblo con amigos en busca de trabajo. Así compró terreno y nos mudamos a Purulhá. Yo juntaba y vendía flores, frijol y maíz en la aldea. Viajaba en camión.
Ahora camino con bastón; me cuesta, pero debo salir adelante. Acepto trabajos lavando ropa o limpiando casas. Voy feliz, porque sé que ganaré unos cinco quetzales para comprar mis tortillas».
La pobreza no es solo la falta de recursos, sino un ciclo de desigualdad y abandono que marca generaciones. Aún hoy contamos con niñas entregadas en matrimonio, y niños y niñas crecen sin oportunidades. Romper el ciclo es una responsabilidad de todos.
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