Si es una madre, se asume. Si una hija, igual. O bien, en los hogares que pueden pagar, esto lo hace una empleada, que puede o no vivir en la casa. El salario mínimo pocas veces se eroga, pues se asume que, al dársele vivienda y alimentos, ahí se desquita. En aquellos lugares que por alguna razón había servicio doméstico y ahora en la cuarentena ya no lo hay, puede destaparse un grado de entendimiento sobre lo que implica.
Todo se ensucia todo el tiempo. El niño toma un pan de la cocina y se lo come dejando una hilera de migas que la empleada —sin seguro médico ni protección social— deberá recoger. Quizá no está laborando estos días y, por tanto, no le pagan.
La pobreza en las crisis resulta más aplastadora. Las condiciones materiales resuelven muchos problemas. Se puede vender un carro, pedir préstamos, incluso viajar al exterior a un hospital. Las oportunidades se abren dependiendo de la clase social. Hay o no hay vida. Hay o no hay salud. Pero, en este caso del coronavirus, el dinero no necesariamente nos salva. Eso hace que la incertidumbre estalle.
Si el covid-19 no hubiera caído tan abruptamente en las sociedades de primer mundo, no se habría esparcido ese nivel global de preocupación. Si se hubiera quedado entre los países pobres, los medios no lo cubrirían con tan fulgurante vehemencia.
Pienso en las manifestaciones que han estallado en Guatemala. Si sale la clase media a la plaza, se consideran auténticas y dignas de portadas. En cambio, si los campesinos toman el parque, dos o tres tuits bastan, y muchos, sobre todo los medios doblegados completamente a los grandes capitales, dirán que estas personas solamente estropean el tráfico.
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En el informe anual de Front Line Defenders se planteó que el 40 % de los activistas asesinados en 2019 —el principal motivo— fueron quienes paradójicamente se dedican a la defensa de la tierra entendida como la Tierra, el planeta. Si alguien viniera de otro mundo y viera esto, le sería difícil entenderlo.
Encerrados, más de alguien reflexiona sobre el daño a la Tierra, sobre la ambición humana. Hablé con un amigo que trabaja en una empresa internacional y se monta en un avión 30 veces al año. Nos cuestionábamos de qué otra forma se le habría puesto un poquito de pausa a la vertiginosidad con que se mueven las sociedades.
Hay quienes han dicho que el mismo mercado hará que se empiece a limpiar la Tierra, a reciclar, a sembrar árboles, etcétera. Yo mismo lo he creído en algún punto. Pero me parece que jamás ocurrirá algo así porque ya se ha diseñado una construcción económica tan compleja, tan entrelazada, tan entretejida, que no hay forma de detenerla de no ser por algo como lo que ocurre, fatalmente, en estos días.
Nadie, que yo sepa, previó el coronavirus —aunque siempre sale por ahí Nostradamus—, y menos el somatón que vendría a darnos. Los de abajo del gallinero terminan recibiendo la mierda de los de arriba, como es usual. La búsqueda ilimitada de dinero y de poder, a menos que las condiciones nos obliguen, nunca cesará. Otra paradoja es que la vida como la hemos conocido, donde el consumo es la gasolina, no podría suspenderse ni siquiera por un día. Algo que sí logró el corona.
Será interesante que, cuando esto termine —no sabemos cuándo, y eso aumenta la ansiedad—, se estudien los efectos en el ambiente del stop industrial. Mientras tanto, los privilegiados que nos quedamos en casa —escuchando inusualmente a los pajarillos y a pesar de la desesperación que brota en algún momento— podemos desarrollar esa compasión ante la vida por sí misma, ante la gente que siempre lava los platos, pues, a la hora de enfrentar a la muerte sin escudo, todos nos conducimos en el mismo barco.
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