Digo, juzgar a alguien treinta años después de ocurrido el crimen, no puede ser estado de derecho. Si sentar en el banquillo de los acusados a alguien señalado de tan atroces violaciones a los derechos humanos, sólo después de un verdadero viacrucis, después de docenas de recursos maliciosos para impedir que se pueda proceder, después de que cada día que el hombre no respondía a las acusaciones era como una escupida en la cara de las víctimas; si eso es justicia, pues sí se está haciendo justicia.
Yo, al día de hoy, no sé si es una victoria para la justicia o una jugada más en un cuidadosamente planeado juego de ajedrez en la mente del ex dictador. Un juego que implicaba salir de la presidencia, fundar un partido, pujar hasta la necedad por ser inscrito como candidato presidencial, convertirse en un actor indispensable en la política nacional, hacerse presidente del Congreso y en el transcurso de todo esto, millonario. Y por fin mantenerse de pie frente a la justicia, una justicia con garras de goma, hasta que sea otra garra, la de la muerte, la que lo borre del tablero.
No presumo de conocerlo bien al hombre. Sé algunas cosas de él y si de algo estoy convencido es de que este general es una de las personas más pragmáticas que hay en el país. Mientras las víctimas sufren la humillación de cada día que el verdugo sigue en la sombra, mientras los activistas de derechos humanos mantienen su lucha de décadas y mis conocidos se ampollan los dedos posteando campanas al vuelo en Facebook, el general calcula, especula, piensa una, dos, tres jugadas hacia delante.
Estoy seguro de que él sabe lo que hizo, sabe el tamaño de su culpa y, pero también sabe que a estas alturas, a sus 86 primaveras, será difícil que cumpla un minuto de cárcel.
Si es una victoria para los derechos humanos importunarlo con audiencias y pago de abogados, entonces ganaron los derechos humanos. Si es una victoria que algún día lo condene un juez y el hombre tenga que fingir un tamafat para que lo manden al Hospital Militar donde guardará reposo hasta el final de sus días, ganó la justicia entonces. Si es consuelo para la justicia que Guatemala no sea más rápida que Argentina, Brasil o Chile para juzgar a sus demonios internos, pues entonces habrá que festejar.
Quizá es que yo no veo estas cosas como un sacarring, donde “último gol gana”. A mí esto que está pasando, no sé, no me satisface. Cada día que pasó sin que se abriera a juicio fue una victoria para él. Estuvo ganando 30 años, estuvo ganando toda una vida. El daño está hecho. Al pueblo Ixil y a todos los que sufrieron con las masacres, a la Justicia en Guatemala y, sobre todo, a la verdad.
No digo que no sea bueno, no digo que no sea necesario, no digo que no sea lo que tenga que pasar. Pero, ¡puta!, qué poquito y a qué costo.
Y mientras la discusión se centra en el juicio a Ríos Montt queda una pregunta menos urgente, pero –al menos para mí– infinitamente más importante. En uno de los documentos que presentó la fiscalía hay uno en que se insta a las unidades a “realizar el entero esfuerzo para lograr la misión encomendada a la Sección de Asuntos Civiles (S-5) del ejército, intensificando la ladinización de los ixiles, de manera que desaparezcan como subgrupo cultural ajeno a nuestra manera nacional de ser”.
Nuestra. Manera. Nacional. De. Ser.
Más claro, agua. El mensaje era (sospecho que aún lo es): ”Hay una manera correcta de ser. La que es nuestra y es nacional, porque la nación somos nosotros. Los demás son indios que venían con la finca”.
Supongo que la respuesta no es que el estado de Guatemala deje las cosas como están. La respuesta no está en que este Estado ladino se abstraiga y se olvide de los ixiles –y los demás grupos étnicos, para el efecto–, como hasta cierto punto ha hecho desde el final de la matanza.
Después de todo, si el Estado va a llevar educación, seguridad, justicia, salud y todas esas cosas que los estados modernos proveen a sus ciudadanos, de alguna forma va a imponer su visión del mundo a quienes reciban esos servicios.
Y la discusión que tendría que tener esta sociedad es qué visión del mundo va a imponer el estado de Guatemala a sus ciudadanos. Yo no sé cuál es la respuesta; para eso tiene que haber una discusión entre todos y determinar por dónde va a pasar el equilibrio entre las distintas culturas. Estoy seguro que procurar que desaparezcan como subgrupo cultural ajeno a nuestra manera nacional de ser no es la salida.
Juzgar al dictador es necesario para que estas cosas no vuelvan a ocurrir, después de todo cuando el genocidio vuelva a ser tentación –volverá a serlo mientras no se tenga esa charla– habrá quienes se vean en ese espejo y lo piensen dos veces. Habrá quienes se resistan a esa tentación porque entiendan que a pesar de que fueron esas acciones la causa que este hombre fuera catapultado al poder político y la riqueza, al final le juzgarán después de haberse burlado de la justicia durante tres décadas.
Juzgarlo es preciso porque solo así se puede pasar al siguiente capítulo, a discutir esa visión de país, esa identidad nacional. Una identidad que no busque la desaparición de grupos culturales en favor de que todos se conviertan en capitalinos pilas que vayan a comerse un su helado al centro comercial que tanta controversia ha causado últimamente.
Porque al final de cuentas para que el genocidio pasara, los guatemaltecos que pudieron detenerlo tuvieron que estar de acuerdo –al menos ideológicamente– con la desaparición de los ixiles como subgrupo cultural aunque trasladado a los hechos esto significara matarlos a todos.
Pero para eso, quizá pasen otros 30 años y, al paso que van las cosas, quizá la preocupación sea llevar a la justicia al próximo genocida.
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