Era un triunfo que no podían ni querían cuestionarle porque, al final de cuentas, han sido parte del coro internacional que por décadas ha querido poner de rodillas, contra la pared y con las manos sobre los hombros a todo un pueblo para decir que por fin han ganado una guerra.
La guerra de Corea fue el estertor final y genocida de un proyecto imperial en el que Estados Unidos, sin haber podido apropiarse de Europa y a cuya guerra llegó cuando el fascismo estaba en retroceso, quería imponer su control a la vecindad de una Unión Soviética que creía que había llegado la hora de convertirse también en imperio. Pero China, vecina también de Corea, surgió como tercero en discordia e impidió que los intereses imperiales estadounidenses se concretaran.
Más de millón y medio de norcoreanos, a los que debe sumarse el casi medio millón de surcoreanos, cayeron en esa guerra que al final de cuentas no era de ellos, sino la disputa entre las nuevas potencias que trataban de definir a sangre y fuego sus áreas de control y dominio.
En el norte se inicio el régimen de lo que bien puede llamarse la dinastía Kim, orientado por la ideología juche, una aplicación muy sui generis del marxismo. Mientras, en el sur se impuso el régimen fascista de Syngman Rhee. Cada uno era sostenido y amparado por una de las potencias.
En ningún otro país del mundo los jóvenes lucharon por décadas contra los regímenes déspotas, corruptos y tiranos como en Corea del Sur. Si el comunismo en el norte era solo una palabra, en el sur la democracia era un simple eufemismo para designar las dictaduras militares. Los levantamientos estudiantiles de 1960, 1979 y 1980 dejaron cientos de jóvenes estudiantes y trabajadores muertos, heridos y exilados. La democracia solo comenzó a medio alumbrar en 1987, cuando en el país las oligarquías nacionales y extranjeras ya habían hecho su agosto.
Por su lado, Corea del Norte es un país donde la amenaza de una invasión militar ha hecho que casi todo el país participe en ejercicios y prácticas militares, pues nunca se llegó a firmar un tratado de paz con las fuerzas agresoras, sensación que ha permitido la permanencia incuestionada de la dinastía Kim.
En los últimos años Kim Jong-un, el joven dirigente norcoreano, ha demostrado una capacidad fuera de serie para presionar y, a partir de allí, negociar con mano firme y sonrisa en los labios con Estados Unidos, su principal y gratuito enemigo.
Apenas tres años después de tener el control del Estado, en 2013, Jong-un realizó pruebas nucleares, las que repitió con mayor precisión y potencia tres años después. El mundo entero condenó esas pruebas, pues, patéticamente, solo las potencias se arrogan el derecho a tener armas de destrucción masiva.
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Corea del Norte hizo de su evidente fuerza militar su arma negociadora. Consiguió diálogos amistosos y fructíferos con sus vecinos del sur, que por fin demandan de Estados Unidos libertad e independencia para negociar por sus propios intereses. Y fue ante estas evidencias que la administración Trump tuvo que aceptar la urgencia de la negociación, a la que los norcoreanos han asistido con la sonrisa en los labios, pero dispuestos a no transigir en los aspectos que consideran fundamentales para su estabilidad.
Sin embargo, por segunda vez la administración Trump ha tenido que salir con las quijadas destempladas de las negociaciones. La prepotencia, el autoritarismo y muy probablemente la improvisación les han pasado la factura a los estadounidenses, pues se han encontrado con un dirigente que sabe lo que quiere y que está dispuesto a seguir adelante. Corea del Norte solo desmantelará su centro nuclear si le levantan, de manera sustancial, las sanciones impuestas en 2016 y 2017, en particular a su industria textil, a su pesca y a sus materias primas. Trump no solo no aceptó, sino, al decir norcoreano, planteó una condición adicional de la que no se han dado más explicaciones.
En Corea del Norte no hay un Guaidó que les haga de vocero y amanuense, y el vecino del sur ya no es el dictador que para que le dejen robar e imponerse dice sí a todas las órdenes imperiales, como parece estar sucediendo con los vecinos de Venezuela. Corea del Sur sale afectada con esa situación, pero no se ofrece como faldero a Trump promoviendo diplomáticamente sus diálogos.
Se puede no simpatizar con el estilo de gobernar de la familia Kim, rechazar por infecunda la ideología juche y hasta desear y decir que el capitalismo debe imperar en todos los confines de la Tierra por los siglos de los siglos, pero, a pesar de todo ello, será necesario reconocer la firmeza y claridad de metas que los dirigentes norcoreanos han tenido para enfrentar las exigencias de un imperio que, aunque distante, les ha declarado la guerra por más de 70 años. A la paz se llega por distintos caminos, y Corea del Norte nos ha mostrado uno, tal vez el más espinoso, costoso y duro, pero al final de cuentas un camino.
Lamentablemente, los grandes medios han dejado de lado este importante aspecto al también negarse a informar que, mientras esas conversaciones se sucedían, la embajada de Corea del Norte en Madrid era asaltada, acto que puede llevar a levantar muchas especulaciones y a poner la paz más en riesgo. España debe informar al mundo claramente sobre los hechos, así como detener a los responsables.
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