Juzgue el lector si me sorprendí cuando uno de los traductores de Agamben al español me dijo: ¡Ah, Guatemala, uno de los grandes campos de concentración de la humanidad!
Me parece, sin embargo, que la fría racionalidad del campo de concentración alemán no puede traducir la palpitante y humillante arbitrariedad de la encomienda, en cuyo seno se incubó ese modelo de injusticia e ilegalidad que es la finca trocada en Guatemala. La lógica normativa de esta finca política—ya estudiada por Sergio Tischler— supone la delirante negación de la dignidad del indígena; hay una corriente subterránea que vincula la negación encomendera de la humanidad del amerindio con la negativa contemporánea a reconocer los derechos de los indígenas y, en general, de las grandes mayorías de nuestras sociedades fracturadas. No es un ejercicio ocioso confrontar las páginas de Fray Bartolomé de las Casas con las narraciones de las masacres en Guatemala: Memoria del Silencio.
Me parece que esta cancelación histórica de derechos permite comprender una dimensión que, a mi modo de ver, abona a la tesis del genocidio guatemalteco. Planteo este punto sin menoscabo de mi creencia de que la noción de genocidio adolece de una vinculación muy rígida al Holocausto judío, agravada por una pobreza conceptual que se explica por los compromisos de los que necesita un documento de tal calado para ser aprobado en el ámbito internacional. Considero que el derecho internacional debe plantearse la reformulación de esta noción, dado que no por no ser genocidio un crimen contra la humanidad es menos condenable. Siguiendo a Payam Akhavan (Reducing Genocide to Law, Cambridge University Press, 2012), soy de la opinión de que nuestra búsqueda de justicia para las atrocidades no debe encajonarse en definiciones exactas ni agotarse en abstractas jerarquías penales; esto sólo puede alimentar una competición perversa en la que ciertas experiencias inimaginables de sufrimiento pueden llegar a ser menos importantes que otras.
Ahora bien, se suele aducir que en Guatemala no hubo genocidio porque no existía la intencionalidad de destruir a los grupos indígenas como tales, como lo especifica la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Este argumento ignora que la jurisprudencia, en el ámbito internacional, se constituye como fuente del derecho. Así, al caracterizar los hechos acaecidos en Guatemala como actos de genocidio, la Comisión de Esclarecimiento Histórico acudió a la jurisprudencia desarrollada por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia en los casos contra Karadzic y Mladic (Guatemala: Memoria del silencio, Capítulo 2, Vol. 3, 854-857). El núcleo de esta apropiación de la experiencia balcánica es que aunque el motivo que llevó a los militares a atacar las comunidades indígenas, no era destruir a los indígenas como tales, la intención, de hecho, sí se dirigía a este fin. El reporte de la Comisión de Esclarecimiento Histórico optó por hablar de “actos de genocidio”, determinando que estos existen “cuando el objetivo final no es el extermino del grupo sino otros fines políticos, económicos, militares o de cualquier otra índole, pero los medios que se utilizan para alcanzar ese objetivo final contemplan el exterminio total o parcial del grupo”.
Soy del parecer que la configuración de esta intencionalidad genocida se vincula con la histórica negación de derechos de los que han sido víctimas los indígenas guatemaltecos. Al margen de todas las políticas que han tratado de erradicar, asimilar o transformar el mundo indígena, es fundamental reconocer que los indígenas nunca han visto reconocido, ni siquiera en su significado mínimo, el derecho a la vida.
Para ver esto con mayor claridad podemos examinar la configuración de la intencionalidad genocida en nuestro país. Si seguimos, aunque sea parcialmente al jurista Joseph Raz, veremos que los derechos protegen intereses que los seres humanos consideran valiosos; los derechos, como tales, generan deberes y obligaciones en los otros. Desde esta perspectiva, se vislumbra el nulo interés que despertaba en los planes militares la vida de los indígenas; alcanzar la derrota de la guerrilla justificaba pasar por alto los más mínimos dictados de humanidad que emanaban de los intereses vitales de las comunidades masacradas. Si hubiese existido un respecto intrínseco a la vida de los miembros de tales conglomerados —muchos de ellos, pequeñas criaturas que sufrieron lo indecible— la enormidad del crimen “necesario” se hubiese convertido en un muro infranqueable para la configuración de la intencionalidad genocida. Dudo mucho que el ejército hubiese ido a una zona pudiente, aunque aislada, a cometer tales atrocidades, y dudo aún más que si esto hubiese sucedido, muchos columnistas de derecha estarían pregonando la necesidad de la reconciliación, y vaya desvergüenza, la necesidad de tales atropellos para preservar nuestra “democracia”.
Por lo demás, uno puede pensar —siguiendo la línea kantiana según la cual quien quiere realmente el fin quiere los medios—, que no faltó quien diera rienda suelta a esa ideología subterránea que, a lo largo de la historia, ha pregonado la eliminación del indígena. Ideología que sólo podía surgir en una sociedad en que la pústula deshumanizante del rechazo del otro ha contaminado hasta la esfera de la vida cotidiana, promoviendo un genocidio estructural e histórico que hizo posibles las atrocidades que ahora se juzgan. De mismo modo en que las persecuciones antisemitas prefiguran el Holocausto, las prácticas sociales inhumanas contra los indígenas prepararon el terreno para los abominables crímenes en Guatemala. Intelectuales como Ricardo Falla, Edelberto Torres Rivas y Marta Elena Casáus, entre otros, han puesto de relieve las diferentes dimensiones socio-históricas del genocidio en nuestro país.
Por el momento, sin embargo, queda esperar que la jurisprudencia, en su lento caminar, pueda recoger este contexto de injusticia que hizo posible la eliminación de poblaciones enteras. Pero esto requiere un compromiso substantivo con prácticas jurídicas capaces de hacer avanzar la justicia. Es necesario, ante todo, luchar para que los jueces puedan dictar sentencia de conformidad con el sentido más hondo del derecho, lo cual supone respetar, con la más profunda buena fe, el debido proceso. En este sentido, comparto la opinión de otro estudioso del genocidio, Larry May, quien piensa que un juicio justo, en el que todas las garantías y todos los procedimientos sean observados, es un medio imprescindible para una auténtica reconciliación en países como el nuestro. Ante todo, es necesario luchar para que el proceso no sea interrumpido por el injurioso chasquido del látigo de aquellos que deliran con seguir siendo dueños de una finca en la que, para usar la expresión de Walter Benjamin, el Estado de excepción es la regla.
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