Teun van Dijk entiende el contexto del diálogo (discurso) como un modelo en el que hay al menos dos personas (subjetividades) que comparten códigos e interpretan una situación con alguna coherencia entre sí. Esto quiere decir que el contexto en un diálogo no es material u objetivo. El contexto no son los eventos recientes, la inflación o los datos de homicidios. El contexto es una interpretación común o una construcción intersubjetiva en la que dos o más personas codifican mensajes pensando en la situación de su interlocutor, asumiendo lo que la otra parte piensa, desea, interpreta y puede responder.
De esa cuenta, en una contienda discursiva, la lucha social trasciende con frecuencia el mero razonamiento e incorpora el insulto, que en no pocos casos es la antesala de otras formas de violencia. Por lo tanto, en esta columna quiero referirme al discurso como interacción social y forma de violencia legítima ante una situación de injusticia.
Para delimitar un poco más la situación, es necesario decir que no me interesa analizar el discurso y los insultos entre pares. Me interesa analizar el evento comunicacional en el que existe una relación de poder y en el que la parte en desventaja interpela a la otra. Allí es donde el insulto con cargas misóginas, racistas y clasistas puede emerger y donde no es razonable esperar que alguien en desventaja abrumadora insulte a su enemigo con corrección política y coherencia teórica.
Es aquí donde debo retomar el concepto del contexto según Van Dijk: si la intención de quien le habla al amo es insultar, advertir que la violencia verbal puede seguir con acciones más contundentes, ¿no es acaso legítimo el insulto que genere disonancia, molestia, rechazo o indignación? No perdamos de vista que quien insulta espera herir, aunque sea de forma simbólica, el ego de quien escucha. Y si una mujer campesina le grita «puta gorda» a una funcionaria corrupta, yo no creo tener la superioridad moral para cuestionar ese acto político. Y, por favor, no perdamos de vista que hablo de la persona que insulta desde una posición de desventaja, que se atreve a transgredir el orden e irrespetar el poder. Ese acto simbólico es más importante que la corrección política.
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En suma, si la intención es pasar del disenso a la violencia verbal como forma de demostrar descontento, como forma de amenazar con acciones más contundentes, eso no se logra con buenos modales. Y un buen ejemplo de lo anterior es la plaza del 2015, que se conformó con las vuvuzelas, pero que no dejó de ser obediente y, de cierta forma, reprimida.
Para finalizar, es inevitable expresar que como sociedad deberíamos aspirar a trascender el patriarcado, causa fundamental del código que usamos para herir a otras personas. Pero me resisto a cuestionar el código que cada cual emplee desde la subalternidad. Prefiero aspirar a que en el camino compartamos formas novedosas de caracterizar al enemigo, dejemos de lado la misoginia y pongamos énfasis en la clase social que permanece invisibilizada o en la ilegitimidad de esa clase para ostentar el poder.
No creo tener las respuestas a múltiples preguntas que yo mismo me planteo en este ejercicio. De hecho, esta columna surgió de un diálogo virtual con mi amigo Juan Pensamiento y del rechazo que tenemos por el patriarcado y otros ejes de diferencia. Tampoco estoy afirmando que todas las personas que sufren explotación insultan en códigos misóginos. Solo trato de reconocer su derecho a ejercer la violencia legítima, que, como anoté antes, comienza en muchos casos con un insulto gritado a todo pulmón.
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