En Guatemala, como en otros sitios, la desigualdad y la pobreza agobian a las mayorías. Es natural que haya desasosiego, pesimismo, frustración, ansiedad. De hecho, cada vez que hablo con gente joven que expresa su desconsuelo, me muerdo la lengua porque ya no me atrevo a decirle a nadie que estudiando encontrará una vía de movilidad social. Tampoco recibo alegremente las campañas de motivación, como la fallecida Guateámala, que no sirven para nada más que para vendernos porquerías y anestesiarnos. Rechazo también el discurso mágico religioso que anuncia el fin de los tiempos y la llegada de raptos, paraísos y otros cuentos que sirven para esquilmar a la gente.
Entonces, ¿de dónde sacar motivación? Porque la vida continúa y bajar los brazos no es una opción, especialmente si uno vive con privilegios y come gracias a que hubo una universidad pública accesible en su momento. Pienso entonces en la gente que se levanta de madrugada para literalmente arriesgar la vida colgando de un bus o esperar el siguiente asalto. Pienso en todas las personas que trabajan el triple que yo, que ganan una porquería o no cobran nada (la mayoría de las mujeres, por si hay que aclararlo) y que viven, ríen, pasan malos ratos, votan por quien creen que deben y existen en un código de dominación, de hipocresías y de fantasías, pero que igual luchan cotidianamente. Una gran masa de gente joven que tiene ilusiones más allá de las fronteras o más allá de un diploma de bachillerato. Esa gente, en la mayoría de los casos, no tiene energía o ánimos para protestar y exigir una refundación del Estado, pero sigue produciendo la comida que consumimos, los servicios que nos permiten vivir, y siguen enviando remesas que sostienen a esta ficción de país.
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Por esa gente que no va a rendirse tenemos la obligación de aceptar que posiblemente nos toque vivir en un tiempo y un lugar jodidos y que tal vez no veamos revoluciones o grandes transformaciones. Nos toca resistir, reproducir el discurso crítico, defender los logros del ideario liberal, que son pírricos, pero sirven para mantener encendida una llama que se conserva en cada persona. Así, las mujeres, aunque llevan la peor parte, tienen espacios que antes no se soñaban. Los colectivos LGBTIQ+ ni siquiera recuerdan los tiempos cuando la policía podía detener a cualquiera por ser afeminado. Los y las mayas (entendiendo la adscripción a esa identidad en su dimensión política) están construyendo tejido social: pese a toda la adversidad y al racismo, siguen sanando del genocidio y redescubriendo posibilidades. Es decir, esas identidades, así como otras, construyen tejido social a diario, ese tejido cercenado por el genocidio y la represión que no ha terminado, pero que ya no es la represión de los 70 y 80.
Sin importar quién llegue a la presidencia en 2020, sabemos que habrá derecha en los tres poderes del Estado durante cuatro años, pero la izquierda es más visible y percibo mayor articulación de luchas por los derechos civiles con proyectos populares y campesinos. Hoy la mayor parte de los recintos universitarios públicos están tomados en un gesto coherente de rechazo a la privatización. Hoy mucha gente está más despierta y atenta a lo que acontece.
Celebremos entonces que estamos reconstruyendo el tejido social, viviendo, resistiendo y preparándonos para que otras personas estén mejor que nosotros. No creo que vivamos para ver el fin del capitalismo y el patriarcado, pero estamos viviendo transformaciones y retrocesos que nos ubican hoy frente al enemigo neoliberal. Y a ese sí podríamos verlo derrotado un día.
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