Creí que tenía una falla respiratoria. La vi hacer un gesto moribundo con su manita izquierda mientras almorzábamos ese martes y la llevé con el pediatra, quien, después de verla durante cinco segundos, me dijo que era un problema metabólico y que había que llevarla al hospital. Recuerdo cada centímetro de la carretera de vuelta a la ciudad porque, por supuesto, ese día preciso el doctor estaba en la clínica de Condado Concepción. Había incendios en los barrancos, y el tráfico era aún peor que de costumbre. Apelé al año y pico de meditación que llevaba haciendo y no choqué. Por suerte. Cuando entré a la emergencia, nos estaban esperando. Le entregué las llaves a alguien para que parqueara el carro (pudo habérselo robado; daba lo mismo) y, de ahí a treinta horas más tarde, no vi a mi hija despierta, y solo durante horarios limitados. Nos ha tomado un año integrar esa bomba a nuestras vidas, pasando por cambios de humor en mi niña dulce, decisiones muy mal tomadas por la falta de sueño, la entrada en la preadolescencia del grande y la sensación de estar apenas a flote. Pero… la vida continúa, el tiempo pasa y uno o se pone a caminar con él o es atropellado por este. Y mi hija está viva, el niño está creciendo, tenemos casa y aún sigo cuidándolos.
Es una coincidencia dura para nosotros que el aniversario de su diagnóstico caiga justo en medio de la cuarentena por un virus que tiene encerrado al mundo entero (al menos a la parte del mundo consciente y sin delirios de inmortalidad). Se siente ese rompimiento de la normalidad, de nuevo, y no he dejado de hacer paralelos entre la estadía en el hospital el año pasado y el no poder salir de la casa este año.
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Todos tenemos retos personales, catástrofes en nuestras existencias que nos hacen rearmarnos como podemos. Si tenemos suerte, seguimos adelante. Algunas cosas nos obligan a retomar nuestras vidas con los cambios internos, una enfermedad, una lesión, la pérdida de un ser querido. La rutina continúa, y uno la alcanza para no quedarse atrás. Otras son cosas externas que nos obligan a adaptarnos a otros aires. Como ahora.
El mundo entero está a la expectativa de qué va a venir. Todos sentimos la oscuridad que nos espera detrás de la puerta, y cada uno pelea con lo peor que tiene dentro no pudiendo salir a la calle.
Pero… el mundo que tenemos por delante es el mismo que nos llevamos a nuestras casas. Aunque seamos conscientes de que la forma de convivir tal vez cambie después de esto, de que vamos a pasar tiempos difíciles en lo económico (otra vez) y de que esta no es por mucho la última de las pandemias, la naturaleza humana no cambia así de rápido y podemos estar seguros de que vamos a encontrar una nueva normalidad más temprano que tarde. Soy demasiado pragmática para creer que ahora todo el mundo va a ser mejor, que el aire va a continuar así de limpio y que vamos a regresar a vidas más sencillas en las que consumamos menos chatarra. Lamentablemente, somos humanos. Seguiremos haciendo lo de siempre, tal vez con un poco más de cautela y mucho menos dinero durante algún tiempo.
El mundo que nos espera no es completamente distinto, sino simplemente el resultado de lo que hemos venido haciendo durante siglos. Solo es su última iteración. A ver cómo nos adaptamos ahora y vemos, en un año, si salimos mejor.
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