Para quienes este encierro es también un privilegio, este espacio ha traído diversas lecciones. Quizá hemos aprendido a atender los mensajes del silencio, a concebir la creatividad como un acto cotidiano, a averiguar que es posible emprender excursiones, trazar mapas, resignificar lo que nos era familiar.
El aislamiento puede ser también el lugar donde descubrirnos más vinculados e implicados de lo que pensábamos. María Zambrano dice que «escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que solo brota desde un aislamiento efectivo, pero […] comunicable, en que precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta, se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas». La posibilidad de la comunicación es ya la interrupción del aislamiento, del confinamiento. De igual manera, la documentación de lo que vemos y experimentamos implica que exista la mirada del otro y su rostro como instrumento expresivo. Ese rostro es un cuerpo en relación con mi cuerpo, que piensa y escribe esto. Esta escritura solitaria es, entonces, el ejercicio colectivo de un registro, el registro de un tiempo particular que nos atraviesa, si bien no todos lo experimentamos igual.
La escritura misma ha ido adquiriendo diversos matices durante este encierro. En mi caso, pasó de la construcción de ideas y diálogos interesantes en textos e imágenes a la revisión continua de memorias y no memorias, y de allí a la revisión de cuadernos de adolescencia y de juventud, ahora hechos fantasmas. Este aparente ensimismamiento inevitablemente lleva a la contemplación del cuerpo no desde el mandato hegemónico de la identidad individual y el yo como mercancía o selfi (el tener cuerpo), no desde la ficción liberal de la voluntad individual, sino desde la conciencia de ser cuerpo, de su materialidad, afectividad y relacionalidad. Merleau-Ponty apunta: «Incluso si me absorbo en la vivencia de mi cuerpo y en la soledad de las sensaciones, no consigo suprimir toda referencia de mi vida a un mundo». Los ensamblajes que me constituyen se extienden en múltiples direcciones y hoy se expresan de diversas maneras. Nuestro inacabamiento radica en nuestros vínculos y relaciones.
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La práctica creativa es quizá una de las maneras en las que esas relaciones, como ensamblajes, se nos revelan. La soledad y el encierro pueden ser, si se los deja, comadronas de la creatividad, una que nos lleve a encontrarnos de nuevo en nudos poliespaciales y politemporales. Hace unos días, el Festival de Cine Hecho por Mujeres trajo una serie de regalos tan hermosos como dolorosos. El recordatorio de una colectividad que se encuentra en memorias igualmente punzantes. «Conocemos la pena de cada uno, así que nos conocemos», escribe Goldman. Es así como nos sentimos las mujeres de esta región al encontrarnos en las historias de otras. Nos conocemos porque compartimos heridas. Yo también soy esa niña heredera de temores que no sabe nombrar, ese eterno sentimiento de inadecuación, la que ansía trasladarse a otros mundos, a veces como escape; esa niña que se enfrenta a la sangre y a la muerte sin mediación alguna; maternidad impuesta, frialdad como traducción de rabia y una ternura que le fue arrancada; silencio y ocultamiento antes de la cuarentena. Aun así, hemos llegado ahora a otro punto de encuentro.
«El mundo muere con cada ausencia; el mundo emana ausencias […] Cuando un ser ya no está, ya no es, el mundo se encoge de repente y una parte de la realidad colapsa», recuerda Vinciane Despret. Estamos atravesando una extinción masiva, y eso nos deja en un lugar de enorme desventaja. Sin embargo, como dice Derrida, «el abismo no es el fondo, el fundamento originario […] ni la profundidad sin fondo […] de algún fondo secreto. El abismo, si lo hay, es que haya más de un suelo». Somos nómadas porque nuestras capacidades relacionales son múltiples y llenas de pliegues, incrustadas en lo no humano, y ello implica una gran apertura, sobre todo hoy, que nos vemos en la necesidad de renegociar nuestra posición en el mundo. La desesperanza no es un proyecto. La afirmación de la vida sí.
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