La mayor parte de los votantes hoy en día son jóvenes que poco o nada vivieron la época más obscura de la democracia guatemalteca. Casualmente, reaccionan como la juventud de aquella época: los que apoyaban los gobiernos y propuestas emanadas de los partidos de derecha militar y los que optaron por la izquierda militarista, ambos con un fuerte contenido violento de lucha a muerte contra el enemigo.
Sin embargo, todo apartemente parecía quedar en el pasado cuando miles de guatemaltecos hombres y mujeres se acercaron a las urnas para votar en el marco de la nueva Constitución de 1985: la opción natural fue el primero y único gobierno demócrata cristiano que ha tenido la historia guatemalteca.
La formula democrática reorganizó al Estado de manera tal que poco a poco fue drenando el apoyo para las organizaciones político-militares de izquierda. La derecha, por su lado, comenzó a alejarse de los militares, los mismos que habían propiciado la “victoria pírrica” sobre la izquierda militar, con cauda de miles de muertos y desplazados.
Algunos autores afirman que esta época consolida el capitalismo guatemalteco, sobre las bases de una recolonización del agro y de las comunidades influenciadas por las organizaciones insurgentes en franca retirada. Aunado a eso, hay que remarcar en el incremento de la migración hacia Estados Unidos, lo que propició también el desarrollo de muchos centros urbanos en las que antes eran consideradas áreas rurales en términos absolutos.
Fuera de este análisis somero, hay dos elementos que son necesarios tomar en cuenta en relación a los militares. Aun cuando subsista una visión triunfalista en relación al conflicto armado, hay una gran diferencia entre los que lo vivieron en carne propia y los que no. La década de los 90 vio un decremento ostensible de las acciones armadas, junto con la persistencia de diversas organizaciones de derechos humanos y la consiguiente observación internacional sobre las acciones del Estado y del Ejército en su lucha contrainsurgente.
Oficiales y tropa comenzaron a desarrollar una visión distinta en tanto que el enemigo estaba más difuso. Incluso, meses antes de ese diciembre de 1996 se produjo una serie de acciones de propaganda insurgente casi sin la intervención de tropas, lo cual levantó suspicacias en relación a los acuerdos alcanzados fuera de mesa.
La gran cantidad de muertes, especialmente grotescas, ocurridas durante el conflicto hacía creer que esos primeros meses de 1997 serían especialmente sangrientos por los ajustes de cuentas, cosa que tampoco sucedió. Eso dejaba entrever la voluntad expresa del Ejército en cuanto a la seguridad de sus antiguos enemigos, aspectos que no ocurrieron en El Salvador ni en Nicaragua.
¿Había un cambio de mentalidad? Claro que sí: el conflicto dejó de ser un referente.
Ahora bien, el hecho de que los militares, de derecha e izquierda, dejaran de ser expresiones grotescas del conflicto no significó que dejaran las armas. Por el contrario, llegaron a especializarse en ramas de la seguridad o bien en el crimen. Otros, simplemente, guardaron el uniforme.
El mito del eterno retorno
Excomandantes de la guerrilla como asesores en seguridad del Estado, un general como candidato a presidente, ¿qué aprendió la sociedad de 30 años de conflicto armado?
Pareciera ser que:
- Que el crimen no paga
- La violencia es un recurso político, comprobado, que rinde frutos a favor de quien la ejerce
- Predisposición colectiva hacia el autoritarismo
- Amnesia colectiva
- O peor aún: la empatía cultural hacia la violencia y los violentadores
La violencia es lo que es y lo que parece ser
El crecimiento de la violencia posterior a la firma de los acuerdos de paz respondió a la confirmación de que el recurso de la violencia era y es político, desde el hombre que golpea a su esposa “para educarla” (según él) hasta los carteles de droga que descuartizan a sus oponentes.
El retorno del militar, en efecto, posee un sentido cultural, validado en el imaginario colectivo de que éste tiene mucha más determinación y pericia en el uso de la violencia legítima, que adicionalmente en ese mismo imaginario “es lo necesario para hacer frente a la violencia no legítima” (la ejercida por la delincuencia). A un lado queda el patrono que ejerce violencia contra los trabajadores, la de los especuladores de precios, la del funcionario corrupto, incluso la que ejerce el esposo violentador.
Hay una especie de reproche hacia el proceso democrático, que permitió que personajes “blandos” y “sin carácter” se hicieran cargo del Estado y que, vaya, demostraron que no “funcionaban”. Es ahí donde surge el déjà vu, el militar con la mano empuñada dispuesto a poner orden entre el desorden, la única forma como un militar lo puede concebir.
El retorno hacia la formula que no funcionó es una especie de nostalgia al autoritarismo y de lo que la fuerza del Estado puede alcanzar cuando él muestra el puño cerrado. Las propuestas que se centran en “valores” y “desarrollo inteligente” no representan un muro frente a la violencia. Dentro de las propuestas electorales que siguen a la segunda, existe una especialmente violenta que trae a colación nuevamente el tema de la pena de muerte, la cual no figura como demanda popular aún, a pesar de las numerosas muertes producto de la delincuencia. Y no lo es porque a diario se producen ejecuciones de “malos” en jornadas de limpieza social lideradas por personajes anónimos muy bien entrenados.
Las tendencias ideológicas nos valen un…
Mientras que en América Latina el juego electoral gira hacia las tendencias más cercanas a la izquierda, Guatemala regresa al punto de partida: la derecha militarizada. Eso abre el análisis por la forma sui generis como actúa el electorado.
Podría haber una tendencia hacia “mejor lo viejo conocido y no lo nuevo por conocer”, pero en una escala a más larga duración que la que persiste a lo largo de los cuatro años de un período presidencial.
Los análisis realizados por cientistas sociales sobre la época del conflicto armado interno carecen de una visión global sobre la violencia. Regularmente, se quedan en el plano de denuncia desde el punto de vista de las víctimas directas, pero poco abordan cómo la población que no sufría directamente la violencia reaccionaba y elaboraba culturalmente lo que sucedía a su alrededor. Ahí, probablemente, podría encontrarse la respuesta a la empatía que tiene el candidato general, que muestra con orgullo su pasado contrainsurgente. Las voces en contra, en realidad, continúan en la marginalidad de la opinión pública y no cambiará ostensiblemente la tendencia.
En Suramérica, en su despertar de izquierda, dos personajes se convierten en referencia a lo que sucede en Guatemala: Hugo Chávez y Ollanta Humala, ambos personajes políticos que potenciaron su figura militar. Independientemente de la tendencia ideológica de la cual podría escribirse mucho, la referencia hacia la autoridad que proporciona el uniforme despierta admiración y simpatía en el electorado, sobre todo en momentos coyunturales específicos. El uso de jerga militar es parte de las herramientas discursivas de aquellos personajes, aun cuando el uniforme sea sustituido por el traje formal.
Es una nueva-vieja imagen que define una nueva forma de concebir el papel de los ejércitos en algunas democracias latinoamericanas. Probablemente, a algunos les parezca grotesca la comparación de Hugo Chávez con Otto Pérez, pero en círculos políticos la creencia de que el militar puede ejercer el papel de bisagra entre el capital y la sociedad civil sí está reconocido en los elementos de autoridad “necesaria”.
El regreso del militar no necesariamente es la vuelta al militarismo de antaño, pero sí la reafirmación de la figura cultural de la autoridad castrense.
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