El reino del alcohol: la construcción de un cartel y los candados para evitar la competencia
El reino del alcohol: la construcción de un cartel y los candados para evitar la competencia
Si la industria cervecera es un castillo, la del alcohol es una fortaleza infranqueable. Esta es la historia de cómo el Estado guatemalteco propició el surgimiento de un cartel y de cómo la legislación lleva 70 años haciendo casi imposible la aparición de nuevos competidores.
«Los reyes del ron», titula un periódico de Burgos, España, para referirse a la familia Botrán. Estrategia y Negocios es más específica y titula «El rey del ron», a su entrevista con Roberto García Botrán, presidente de Industrias Licoreras de Guatemala (ILG).
Para las revistas de negocios la historia resulta atractiva: una familia emigra a un pequeño país centroamericano y gracias a su impulso emprendedor logra construir un emporio e invertir más de 160 millones de dólares en menos de una década para comprar su propio ingenio y crear la infraestructura de distribución necesaria para posicionar a sus marcas en el plano internacional.
Una gran historia, sin embargo ese éxito quizás no habría sido posible de no haber asegurado, primero, su posición de dominio en el mercado local. Algo que no es tan sencillo cuando se trata de la fabricación de alcoholes.
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Por ejemplo, en el caso de la cerveza, durante más de un siglo la principal barrera de entrada para nuevos competidores era la alta inversión financiera que requería montar una fábrica. En cambio con las bebidas alcohólicas, su proceso de fabricación es mucho más sencillo por lo que casi cualquier persona podría incursionar en el negocio.
Es más, en el siglo XVIII, la fabricación de alcohol ya era una práctica común en las comunidades indígenas del altiplano, como señala el historiador Arturo Taracena (1). ¿Cómo un negocio que podría haber sido viable para muchos terminó quedando en pocas manos? La clave habría que buscarla dentro de las decisiones de Estado.
Racismo, moral y empresa
En casi toda Latinoamérica, el qué hacer con el alcohol y por consiguiente, con el alcoholismo, se convirtió en uno de los principales retos de los estados nacientes. En Guatemala se intentó resolver el problema a través de un sistema de estancos.
Bajo este sistema el Estado controlaba la producción y luego autorizaba a ciertas personas para vender, a un precio fijo, en determinados lugares. Esta autorización se podía obtener de dos maneras: comprando la licencia o bien, entrando a pujar a una subasta.
Desde la academia se han producido diversos estudios sobre dicho sistema (Torras, 2007 (2); Lachenmeier, 2009 (3); González, 2014 (4)) señalando los efectos que tuvo un monopolio estatal que se justificó desde un enfoque racista.
La legislación del momento consideraba el alcoholismo como una inclinación natural de las poblaciones indígenas y por ende, con el supuesto fin de evitar que cayeran en el vicio, el Estado concentró la industria naciente en manos ladinas mientras perseguía la producción artesanal de las comunidades indígenas. Bajo ese mismo argumento también existió una legislación que prohibía el cultivo de caña a la población indígena.
La política generó conflictos. Los cofrades se quejaban de que no se les permitiera fabricar alcohol para fiestas religiosas y por otra parte, las pequeñas élites regionales celaban que cada vez más fueran ladinos foráneos los que llegaran a controlar los negocios locales de alcohol.
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El Estado hizo poco por cambiar su política. En cambio, en 1850 se creó un sistema de «celadores», una especie de policía privada que era pagada por los arrendatarios de los estancos para evitar y reprimir a sus competidores clandestinos.
Para la segunda mitad del siglo XVIII el Estado empezó a rematar varios estancos a un solo postor, dado que eso les facilitaba la recaudación de impuestos. Como resultado de esa política fueron naciendo los primeros empresarios locales y regionales y se consolidaron los monopolios ladinos en comunidades indígenas.
La industria del alcohol tenía tanto peso en el país naciente que estuvo en el centro de los intentos separatistas de la región de Los Altos, y una de las razones de la Revolución Liberal de 1871. El sistema de estancos desapareció con dicha revolución pero para entonces, ya se había creado una desigualdad en el mercado en favor de empresas regionales y en detrimento de los pequeños productores locales.
La construcción de un cartel
En 1940 la familia Botrán Merino, entonces dedicada al comercio, decidió incursionar en la industria licorera comprando al gobierno de Jorge Ubico, la destiladora La Quetzalteca. Ese hito marca el comienzo de otra época dentro de la industria.
Siete años después de esa compra, mientras los gobiernos revolucionarios promulgaron nuevas legislaciones, cuatro grandes licoreras se unieron en la Asociación Nacional de Fabricantes de Alcoholes y Licores (Anfal):
- Industria Licorera La Quetzalteca, S.A.
- Industria Licorera Guatemalteca, S.A.
- Industria Licorera Euzkadi, S.A.
- Licorera Zacapaneca, S.A.
Un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), sobre las condiciones de la competencia en Guatemala, hace referencia a la industria licorera local y cita dos de los 21 fines bajo los que se fundó la Anfal:
- Procurar para los productos de las destilerías precios justos mediante una coordinación y buena armonía en la competencia de los productos, con objeto de que ni esta industria ni la agricultura y el comercio vinculado con ella, se resientan en perjuicio evidente de la economía del país.
- La unificación de los precios de los productos de las industrias de destilación y reventa, dentro de las condiciones de cada uno de los mercados y la calidad de los productos.
Para los autores del informe, ambos objetivos evidencian la creación de un cartel. Es decir, de un grupo de empresas que han venido confabulando para controlar el mercado a través de la fijación de precios o establecido cuotas de producción.
El economista José Luis Moreira explica que en países con legislación antimonopolio este tipo de prácticas son prohibidas. En Estados Unidos, por ejemplo, la Federal Trade Commission, prohíbe explícitamente que se usen las asociaciones gremiales para generar acuerdos de fijación de precios.
Cuando el gobierno de Juan José Arévalo aprobó la actual Ley de Bebidas Alcohólicas (Decreto 536), la legislación parecía estar orientada a evitar que una sola licorera dominara el mercado como ya sucedía con la cerveza. Por ello el artículo 111, establecía que ningún competidor podría generar más del 33% de la producción nacional.
Este tipo de prohibiciones legales, explica Moreira, son anticompetitivas. De manera indirecta, ese artículo que aún sigue vigente, propició la lógica de cartel que se produce en Anfal. Al ser, en papel, empresas distintas, no puede decirse que alguna de ellas controla el mercado.
Actualmente, las cuatro empresas fundadoras de Anfal se presentan bajo la marca Licores de Guatemala, que comercializa los rones Botrán, Zacapa, XL y Colonial; los aguardientes Venado y Quezalteca; el gin Xibal y el vodka Cane. En su portafolio cuentan con otras 15 marcas importadas. Sin embargo su dominio trasciende las fronteras.
Al consorcio de Licores de Guatemala pertenecen Destiladora de Alcoholes y Rones, S.A. (Darsa), Guatemalan Bottling Services (GBS) y Distribuidora Salvadoreña de Licores (Disal).
Un reportaje de 2010 publicado por El Faro, da cuenta que Disal controla a su vez a otras cinco pequeñas licoreras con las que se asegura el dominio del mercado salvadoreño. Por si eso fuera poco, Disal sostiene una alianza comercial con el Grupo Pellas, una corporación que domina el mercado nicaragüense y cuya marca insignia es el ron Flor de Caña.
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El reportaje del medio salvadoreño también citaba documentos del Grupo Pellas en el que señalaban que gracias a la alianza con Licores de Guatemala y con la inversión hecha en El Salvador: «Manejan casi el 70% del mercado de licores en ambos países».
Un estudio publicado por la revista Estrategia & Negocios, también evidencia como Grupo Pellas y Licores de Guatemala dominan el mercado centroamericano.
El daño que provocan los carteles no solo tiene que ver con impedir el surgimiento de otros carteles. El economista Moreira, señala: «Por ejemplo, hay estudios que estiman que los sobreprecios que se cargan como parte de un cartel pueden llegar a representar hasta 6% del PIB de una economía en vías de desarrollo, y hasta 1% de utilidades excesivas por prácticas anticompetitivas de fijación de precios y cartelización».
El foso legal
Frente al dominio de mercado que posee Licores de Guatemala, las posibilidades de competir en igualdad de condiciones son casi nulas. En los 70 años que han transcurrido desde la entrada en vigencia de la ley actual, solo existe registro de un competidor fuera de la Anfal, el ron Viera, que actualmente ya no se comercializa.
Por si la posición de dominio no fuera suficiente, la legislación funciona como la fosa que servía de resguardo exterior para los castillos.
Al respecto, el exministro de Economía, Juan Alberto Fuentes Knight, señala en su libro La Economía Atrapada:
«Una antigua ley de Guatemala prohibía su comercio internacional, y un cabildeo intenso por parte de la principal empresa productora de licores, dominada por el consorcio familiar Botrán, logró que esta ley no fuera anulada por el nuevo tratado de integración. En otras palabras, durante la década de 1960 y 1970, e incluso después, se restringió la libre importación de bebidas alcohólicas procedentes de otros países centroamericanos».
La Ley de Bebidas Alcohólicas aún mantiene altos aranceles para la importación de productos que podrían hacerle competencia al emporio local: 40% para los rones y 30% para los aguardientes de caña.
Sumado a ello, la misma legislación establece controles para todas las partes del proceso de producción.
Por ejemplo, está prohibido fabricar los alambiques que sirven para destilar alcohol sin autorización previa de la Superintendencia de Administración Tributaria. Además, en caso de requerirse tanto quién los compra como quién los fabrica, tienen que notificar la transacción previamente.
Este tipo de barreras tienen un doble efecto. Por una parte siguen sirviendo para que la industria del alcohol no tenga nuevos competidores que operan de manera legal pero por otra incentiva la producción y venta de alcohol ilícito.
En 2018, una investigación sobre comercio mundial de alcohol ilícito elaborada por Euromonitor International, estimó que el 6.6% del alcohol que se consume en Guatemala es ilícito. Bajo esa categoría de ilícitos se incluyó a las bebidas ingresadas por contrabando, a las falsificaciones, y a las que se producen sin las autorizaciones respectivas.
Hasta el momento no hay mayor indicio de que el mercado del alcohol en Guatemala en algún momento se abra a una mayor y justa competencia. El economista José Luis Moreira, recalca la necesidad no solo de aprobar y actualizar la legislación sino de investigar la forma en que operan este tipo de carteles:
«A pesar de que en el Código Penal de Guatemala existen algunos artículos que prohíben (como el Artículo 358), en la práctica, no existen las instituciones que permitan al Estado perseguir estas prácticas anticompetitivas. Deberían de existir fiscalías o superintendencias especializadas (así como juzgados) que permitan perseguir este tipo de delitos y sugerir la derogación de marcos legales que favorecen un entorno poco competitivo. Una Ley de Competencia debería tener como objetivo la creación de instituciones de esta naturaleza pero deben de ser creadas de tal manera que tengan la suficiente independencia y herramientas para perseguir estas malas prácticas».
Mientras tanto, el reino del alcohol seguirá siendo una fortaleza infranqueable.
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Este reportaje forma parte de la serie sobre microrregulaciones Capitalismo a la Chapina.
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