Ahora no sé, pero en esa época era un colegio que estaba en la orilla de un barranco y funcionaba como cualquier otra empresa familiar: así, asá.
Había un piano antiquísimo que tenía más polilla que madera, los escritorios pertenecían a una época remota en la que los maestros pegaban a los niños con reglas de madera -de hecho, son la imagen que uno encuentra al googlear pupitre viejo-, había partes enteras de los edificios que estaban dedicadas a guardar papelería enmohecida y había un barranco que se llenaba de lodo, bellotas y zompopos de mayo. En fin, un paraíso para un niño en sus años de escuela primaria.
El campo de fútbol era un inmenso tierrero durante la mitad del año y un lodazal imposible el resto. Lo malo era que la época de lluvias ocupaba la mayor parte del ciclo lectivo y, pues, a fuerza de jugar futbol en los lodazales indefectiblemente se nos podrían los zapatos de tanta humedad.
Supongo que fue por eso que estábamos castigados esa tarde, por jugar fútbol en un lodazal. O quizá por hacer una colección de estalagmitas (¿o eran estalactitas?) a fuerza de colgar gargajos del techo del salón de clases.
Esa tarde nos tocó quedarnos de tres a cuatro y no pudimos salir a dejar barcos de papel en los torrentes de agua chocolatosa que se formaban todas las tardes cuando rompía a llover con una desesperación que parecía que fueran a prohibir la lluvia al día siguiente. Justo a las dos y cincuenta, diez minutos antes de la hora de salida el cielo dejaba caer un apocalipsis líquido que mojaba al señor de los helados, al chupetero, al guardián que le decían ‘El Camarón’ y a las niñas de la secundaria y sus blusas de popelina. Eso lo recuerdo perfectamente.
Y mientras “El Chivo” estaba vigilando la salida ordenada de los adolescentes y las adolescentes bajo la lluvia, nosotros fuimos a su escritorio y nos robamos el libro. Digo nosotros porque no“ recuerdo” exactamente quiénes estaban. Puede que estuvieran Hugo y Páez. Pero lo que sí es seguro es que había un maestro con nosotros, era un maestro joven que no era maestro sino estudiante de algo en la universidad.
“El Chivo” era hijo de la dueña del colegio y ya para entonces yo tenía la impresión que era un bueno para nada. Pero hoy no sabría decir si es que era de veras un bueno para nada o si nada más en mi mente de niño yo lo juzgaba así porque a mis 11 años a mí se me hacía ya bien mayor como para estar trabajando cuidando niños en la empresa de su mamá. Quizá no era tan mayor, quizá haya hecho algo importante.
El libro de “El Chivo” era antiquísimo y guardaba quizá dos o tres décadas de sanciones a alumnos del colegio. Era un libro pulcro y minucioso en el que estaba registrado el nombre del alumno, la fecha de la ofensa y la sanción.
Visto ahora desde mi exilio en este desierto donde nunca llueve, me da un poco de nostalgia recordar los torrentes de agua que dejaban unos surcos enormes en el barranco y un poco más aún acordarme de la sencillez de entusiasmarnos en la búsqueda de otros transgresores como nosotros en las páginas del libro.
Eran más que nada ofensas veniales. Fulano de tal, tal fecha, masticar chicle en clase, quedarse después de clase. Zutano, tal fecha, faltar el respeto a Mr. Peláez, quedarse una hora después de clase por una semana. Y así. Hasta uno, no recuerdo el nombre, no recuerdo la fecha pero la ofensa era, cito literalmente casi 30 años después, “Aplicó el rigor a su señor padre” y la sanción era como 15 días de suspensión.
Qué habrá querido decir uno de los tantos antecesores de “El Chivo” con eso de que un alumno Aplicó el rigor a su señor padre es algo que al día de hoy me atormenta. Debe haber sido algo grave, para merecer 15 días de suspensión, y debe de haber ocurrido en el colegio como para que hayan tomado cartas en el asunto. Ahora, qué habrá sido, es un misterio.
Y es que la palabra “rigor” es una de esas grandes ambiguas del castellano. De esas que no se sabe si son buenas o malas. Es más evocativa que, por ejemplo, martillo o cacerola.
Es una palabra que evoca dureza. Pero es una dureza ambigua, porque tanto se ponen duros los vivos como los muertos y se habla de rigor en ambos casos. Y el diccionario de la RAE no ayuda, sus significados son harto variados como para encontrar claridad.
Y desde entonces, desde esa vez que el Rigor de un alumno aplicado contra su señor padre causó una anotación en el libro que una vez fue de “El Chivo”, yo tengo una relación de amor y odio con esa palabra.
Por eso, cuando leí que la censura a los artículos de opinión en un medio de comunicación estaría basada, entre otras cosas, en el rigor me entró un desasosiego, un mal de cuerpo que no me deja estar.
Porque al final de cuentas ¿qué significa eso? ¿Que el artículo sea duro y áspero? ¿Quién va a medir eso? ¿Con qué criterio?
Y si lo que quieren es que los artículos sean precisos y acertados, pues será cuestión de que el último que salga que apague la luz.
Porque yo no sé otros, pero yo no escribo mi blog para ser preciso y acertado. Es más que nada por chingar. Y chingando, chingando es difícil ser riguroso.
Para mí, que a veces encuentro más verdad en The Onion y El Mundo Today que en los diarios de la prensa seria,
Al final de cuentas es una de esas palabras rabiosamente ambiguas y chapinas por los cuatro costados que pueden significar vivo duro o muerto duro. Aspereza o precisión, según se ofrezca. Es una de esas palabras que sirven para zanjar una discusión y dejar abierta la puerta para otra más adelante.
Fue en esos años que aprendí que hay palabras que dan para mucho y uno puede estirarlas como los gargajos que colgábamos del techo.
Una de esas tardes en la biblioteca del colegio, la bibliotecaria me sugirió un libro. Eran las memorias que un ex alumno dedicó al colegio -aunque en realidad hacía mierda a todos los maestros, la directora y la peluca de la bibliotecaria que me sugirió el librito en cuestión. No era más que un folleto, la verdad y, hoy no sabría decir si estaba bien o mal escrito.
Recuerdo que trataba sobre las andanzas, en los años 60 o 70, de una banda de cafres en su último año de bachillerato y de un viaje a la casa de uno de ellos en el Puerto de San José, que -créalo o no- alguna vez fue más que un lugar pegajoso en camino a otras playas.
En un punto del libro, el autor y sus compañeros de aventura se detienen en Palín, en una farmacia para ser más precisos. El autor saca la cara por la ventana del automóvil y le grita al hombre de la bata blanca detrás del mostrador. ¡Don, véndanos cinco cajas de condongos, porque vamos a ir a chimar a todas las putas del puerto!
Hay palabras que no dan lugar a segundas interpretaciones. Eso también lo aprendí en la primaria.
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