Durante años hemos trabajado en un colectivo de organizaciones donde durante muchas horas se han discutido extensamente los objetivos y los alcances de una reforma electoral en Guatemala. Y en esas interminables reuniones a lo largo de los años hemos logrado un cierto grado de consenso sobre las metas que se deben perseguir, pese a que aún no se ha alcanzado un consenso sobre los mecanismos concretos que llevarían a conseguir tales objetivos concretos: la complejidad inherente a la Ley Electoral, las múltiples dimensiones que se podrían perseguir y la imposibilidad de que un solo conjunto de disposiciones resuelvan todos los problemas atentan directamente contra la posibilidad de establecer acuerdos duraderos.
Para algunos, lo más importante es mejorar la representatividad e impulsar la rendición de cuentas, lo que en ciertos contextos alienta la parálisis del Gobierno —o la capacidad efectiva de tomar decisiones—. Para otros es controlar la vida partidaria y establecer mecanismos que permitan limitar y auditar el financiamiento partidario, lo cual puede atentar contra las opciones partidarias con las que cuenta la ciudadanía. Para otros, por el contrario, lo más relevante es impulsar mecanismos que obliguen a la democracia a democratizarse y que permitan que los grupos tradicionalmente marginados del ejercicio del poder tengan oportunidades mínimas, de modo que el ideal de la alternancia democrática sea una realidad. Lamentablemente, las medidas tomadas para alcanzar determinado objetivo pueden ser fácilmente anuladas si no se cuida que las reformas sean compatibles entre sí.
Si esta dificultad de alcanzar consensos no fuera suficiente obstáculo para el cambio, la oposición sistemática de quienes deben aprobar las reformas es un problema aún mayor: los principales beneficiados de las deficiencias de la Ley Electoral son los mismos diputados y autoridades elegidos bajo esas reglas injustas. Por supuesto, tal oposición jamás ha sido abierta, pero en los cambios maliciosos que les introducen a las propuestas y en las muchas medidas dilatorias que establecen se demuestra su falta total de compromiso con las reformas: la estrategia dilatoria más conocida es recibir las propuestas y abrir mesas de diálogo en las cuales la falta de claridad y de consenso ciudadano es aprovechada para dar al traste con los acuerdos alcanzados.
En el contexto de la crisis actual, los actores prorreformas nos volvimos a juntar para dialogar sobre la estrategia que permitiera contar con una reforma electoral de mayor calado. El principal acuerdo alcanzado era limitar al máximo los objetivos y la cantidad de propuestas presentadas, de manera que ese consenso ciudadano generara una presión política que obligara a los diputados a tomar en serio la reforma electoral. Idealmente, el objetivo era una sola propuesta. Y si fuera por el canal del Tribunal Supremo Electoral, mucho que mejor. Lamentablemente, justo el día en que hablábamos de ello en la grabación de un conocido programa de análisis, uno de los colectivos que formó parte de los diálogos sorpresivamente se adelantó a todos y presentó en solitario una propuesta de reforma electoral. Esta muestra de protagonismo, que rompe los acuerdos, seguro será el detonante para que lleguen al Congreso otras propuestas desde diferentes sectores. Por enésima vez se repetirá el proceso de dilación, de cambios maliciosos y de división social que terminará negando la posibilidad de una reforma electoral profunda.
El síndrome del candidato, esa terrible tendencia de cada actor y personaje en esta sociedad de querer tener la voz cantante que le permita acaparar las entrevistas de prensa, los proyectos de cooperación y la posibilidad de negociar cuotas de poder, sigue siendo el cáncer que sigue generando división, enfrentamiento y confusión, con lo cual les seguimos haciendo el juego a los factores de poder, que solo tienen que sentarse a esperar la ocasión para ahondar las divisiones e impedir el cambio estructural que todos anhelamos. Lamentablemente, seguimos esperando a Godot.
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