Asimismo, acusa a la humanidad de haber aniquilado el concepto de espacio como valor y, de ese modo, de haber inducido al tiempo a que se suicidara. La levedad del ser y la velocidad del mundo, juntas hoy, conforman el eje trágico de esta vida moderna. El texto es un guiño a la novela existencial de Milan Kundera, que expone la rutinización de la vida diaria y la falta de libertad del individuo.
Además, Bauman les da un rápido vistazo a los vínculos humanos y recurre al título del ensayo de Bourdieu La precariedad está por todos lados (1997). Precariedad, según el autor, significa articulación de conceptos combinados: inseguridad, incertidumbre y desprotección. Indiscutiblemente, la identidad está en medio de todo esto porque se puede extrapolar: una identidad precaria (es decir, insegura) en el mundo frágil de hoy, llena de incertidumbre, porque, finalmente, ¿quién es quién en este mundo en el que los narcos tienen más dinero que nuestros Estados-nación?
Es más: la desprotección es una sensación real porque la gente se siente como un nómada que va de casa en casa buscando abrigo y no lo encuentra. Los humanos salimos fuera de nuestras cuevas y sentimos que un dragón escupefuego (la violencia en abstracto) nos aniquila. Ese monstruo nos está esperando en cada esquina para quitarnos las pertenencias mínimas que llevamos en la cartera: la identidad con que adquirimos, pagadera en 10 cuotas, una felicidad material; la plástica identidad que nos da una entidad financiera, no el mismo Estado. Entretanto, otros seres están invadidos (también aniquilados) por ondas electrónicas que son controladas por quienes controlan el mundo.
Esos seres poderosos que examinan, fiscalizan y definen la vida de todo el mundo, pero que, como políticos, son en realidad unos ventrículos del poder económico. Esos que hoy tienen nombre y apellido y que vigilan el mundo, un mundo indignado porque finalmente caímos en la cuenta —con toda crudeza— de que ni siquiera la mujer más poderosa de la Tierra puede hablar en su alemán nativo, por su celular intervenido, sin que la escuchen en Washington. Mucho menos el presidente de cualquier nación europea. Mucho menos nosotros, ciudadanos pelagatos de un subdesarrollado cuarto o quinto mundo.
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A cierto tipo de personas que se desviven por asistir a las actividades sociales de las élites, Bauman las llama «comunidades de guardarropa». Porque estas gentes, monoaspectadas, se cambian de vestimenta según cada actividad. Por ejemplo, juegan tenis para sentirse cerca de los poderosos y visitan constantemente los centros comerciales para estar cerca de las modas, tan efímeras como banales; para sentirse que consumen lo que las élites pueden adquirir, pero que ellas solo alcanzan a admirar pegando sus narices en los vidrios de los almacenes subsidiarios de las grandes marcas; para que las vean, esto es, hacerse visibles en una sociedad de la apariencia, en la cual tener cosas resulta más valioso que ser personas.
Para estas personas, que han perdido el piso, la instantaneidad es la pura vida. El momento del disfrute es más importante que la verdadera trascendencia humana. De ahí el guardarropa atestado de bienes pasajeros, de costosos aunque simples trapos que terminan de deleite de las polillas, que representan una vida llena de elementos fútiles (que no útiles) y sirven nada más que para la apariencia momentánea.
Sí, es cierto. Tenía razón Bauman. La instantaneidad ha obligado al tiempo a suicidarse. Le hemos restado valor a lo importante para dárselo a lo transitorio, a lo temporal, a lo que es perecedero. La prisa (resulta cierto lo que mi padre repetía y repetía) es, pues, una mala consejera. Pero veo que hoy todo es deprisa. Prisa con la prisa. Estamos aprisionados en una mazmorra cimentada por tres columnas: inseguridad, incertidumbre y desprotección.
Hoy escuché que una compañía de teléfonos que operaba en Centroamérica fue vendida por más de 600 millones de dólares. ¿Y los niños y las niñas que no asistirán a la escuela? ¿Serán capaces, en su adultez, de adquirir teléfonos celulares? Sí, seguramente por abonos.
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