Percibir los sentimientos ajenos es la esencia de la empatía, sobre todo cuando rara vez las personas de distintos grupos saben comunicarse. Pocas veces encuentras a una persona emocionalmente lastimada dispuesta a decir correctamente cómo se siente. En cambio, el tono de su voz, sus expresiones faciales, su lenguaje corporal y todo el conjunto de sus acciones no verbales pueden hablar más que su expresión verbal.
La capacidad de percibir comunicaciones sutiles nace de aptitudes más básicas como el conocimiento de uno mismo, el autocontrol y el conocimiento de la realidad del entorno. Si no somos capaces de conocer nuestros propios sentimientos, tampoco somos capaces de establecer contacto o de reconocer los sentimientos de los demás. La empatía es un radar social. Cuando careces de ella, estás desconectado y ello puede conducirte fácilmente a la falta de escucha o a la torpeza social, que no te permiten interpretar los sentimientos ajenos, por lo que obtienes una franqueza mecánica e inoportuna que elimina la afinidad en algunos (o a veces en todos) los campos de tu vida.
La empatía en un nivel más alto requiere, además de saber reconocer los sentimientos, responder a ellos. Pero la parte más elevada de la empatía te lleva a conocer los problemas que yacen debajo de las emociones y los sentimientos de los demás. Entre las aptitudes sociales de la empatía, no podemos dejar de mencionar la capacidad de prever, reconocer y, si se tiene el espíritu de ayudar, satisfacer las necesidades ajenas. También se requiere incuestionablemente de noción y conciencia política.
Es decir, nadie puede ser empático más allá de su propia conciencia. Por eso quiero poner sobre la mesa la empatía de clases. Entiendo que estamos estresados porque, además de no poder salir, nos quedamos sin trabajo, no podremos pagar la luz para usar la lavadora y cerramos el negocio. Y si no hay para comer, mucho menos tenemos para comprar comida preparada. Por eso vemos esperanza en la ejecución del himno nacional desde un balcón.
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En las comunidades rurales esta situación es de todo el tiempo: no hay trabajo, no hay dinero, no se puede pagar el cuarto y ni la música grupera nos reanima porque no tenemos esperanzas. Hay familias que no tienen cómo superar esta crisis. Basta con ver un poco lo que sucede más lejos, como acá, donde las personas siempre están bajo ese estrés hoy escandaloso porque nos tocó a nosotros.
Cerraron los mercados el fin de semana. Si le preocupa no poder ir a comprar, piense en doña Felipa, la que vende pollo los sábados y no tendrá para darles comida a sus hijos. Ella se está acabando en estos días el capital que tenía alzado para reinvertir. Pero no es quien peor lo pasa. Está don Jesús, el campesino rural que no tiene trabajo desde hace tres años y vive a seis horas de camino de terracería, allá donde se pasa pena para cuidar unos palitos de naranja. La esperanza es que, cuando den, él pueda llevar la cosecha al pueblo, venderla y con eso comprar maíz, frijol y la medicina para la nena, que tiene cáncer y no puede ser llevada a quimioterapia. Prohibieron el transporte de personas. Quienes tienen una moto cobran hasta Q200 por traerlas al pueblo, pero no traen las naranjas. Venir caminando tampoco es opción por el tiempo y la distancia. Así no parecen tan descabelladas las bolsas de alimentos, ¿verdad?
Nuestra empatía estará en deuda con los más necesitados y con sus hijitos mientras un grupo de nosotros continúe pensando que cantar el himno nacional desde el balcón del depa es un acto heroico o creyendo que los políticos están más obligados a llamar a cadenas de oración que a conseguir que, de la oleada de disposiciones, aunque sea unas cuantas lleguen por fin a los últimos de esta cadena alimenticia.
Claro: si a usted le parece bueno ayunar, hágalo con todo derecho, pero, por favor, como dice el proverbio ruso: «Ore, pero no deje de remar hacia la orilla».
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