«Como esta casita donde estoy no es mía, solo prestada con el don dueño del terreno este, lo que necesita mí [sic] es unas mis diez láminas para colocar solita, separadamente, mi casa, porque esta prestada la tengo [señalando una choza]. Hágame favor, y yo a como pueda voy a pagarlo con trabajo, aunque sea despacio, porque, cuando trabajo, [al] otro día me duelen los huesos. Vea: acá estaba limpiando para sembrar aunque sea unas cinco matitas de frijol, pero despacio voy sacando el trabajo…».
Ellos forman parte de un plan de apoyo implementado por la crisis actual. Dentro de la infinita lista de necesidades y necesitados elegimos al grupo más vulnerado, el de los antiguos mozos de finca que hoy no tienen la energía para valerse por sí mismos. Don Javier y doña Augusta, antes agricultores, son hoy dos hermanos octogenarios desterrados de su vivienda.
«Yo tenía mi casita —siguió diciendo—, pero una vez vino una mi sobrina y me dijo: “No tengo un lugar mío. No tengo mi lugar. Véndame este lugar tuyo que está aquí. Hágame los papeles [escrituras] para que yo se lo compre para que, cuando me vuelva a venir, ya esté seguro mi papel. Me voy a venir de regreso con el pisto”. Eso me dijo. Allá al juzgado llegamos a arreglar. Con un licenciado fuimos. Se llevó el papel y se fue. ¡Contento estaba yo! Le hice su papel porque yo sé que no son otros conmigo [ajenos a mí]. Le hice el papel. Cuando ya tuvo el papel, se fue a la m… y se llevó el papel.
»“Dentro de 15 días voy a venir”, me dijo. Y yo esperándola. Porque como hablamos legal.
»¡Dónde jodidos! Se llevó tres años. Hasta los tres años, solo a vender este lugar vino. ¡Y no está pagado todavía! Cuando vino, solo a vender. Había vendido a mil la tarea. Y son tres tareas: tres mil que no me pagó cuando se fue. Eso es lo que me hizo. ¡Lo que me costó arreglar y solo me despojó! Solo vino a vender a otro.
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»El que compró me dijo: “Esta tierra ya no es tuya”. Yo le dije que este lugar no me lo han pagado todavía. “Ah, pues yo no me recuerdo”, me dijo».
Habíamos llegado a verlos porque les hicimos llegar unas camas para que durmieran decentemente. Por imperceptible humanidad. Llevando una mínima dignidad a las personas más violentadas por este sistema. Y digo el sistema porque, obviamente, don Javier y su hermana, doña Augusta, no tendrían por qué estar pidiendo posada en una choza propiedad de un buen samaritano si durante su vida hubiesen obtenido una oportunidad de educación integral de calidad, acceso a justicia y a asesoría legal, un trabajo digno con acceso a seguridad social, jubilación y una larga lista de etcéteras.
En Purulhá, la mayoría de las familias del campo no tienen tierra porque hace más de 100 años las tierras donde nacieron fueron entregadas a manos extranjeras que las esclavizaron y explotaron con trabajo forzado en su propia herencia. La precariedad y el abandono son escenarios comunes, que aumentan proporcionalmente según la distancia que separa a una comunidad de la capital: mientras más remota, más desamparadas y miserables son las condiciones de vida y más pisoteados los derechos elementales de la población.
Por eso sé que en mi tierra no hay personas vulnerables. Mi tierra esta llena de personas que son vulneradas continuamente por un sistema que las olvida y una sociedad que las desecha. Por eso discuto sobre las maneras y consideraciones tomadas para distribuir y entregar los bonos para afrontar esta crisis cuando se toman desde la comodidad de un escritorio.
Las personas en la ciudad protestan por el aburrimiento mientras comunitarios como estos octogenarios carecen de servicios básicos como agua entubada, energía eléctrica, drenajes, alimentos. No tienen salud ni mucho menos ingresos como para pensar en comprar una pastilla para el dolor de huesos.
A personas como ellos, esta infernal sociedad solamente les regaló ignorancia, esa ignorancia que les robó hasta la tierra para sembrar.
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