En los años 60, Stanley Milgram realizó un estudio que ha pasado a la historia tanto por la ética dudosa de su procedimiento como por sus resultados. El psicólogo de la Universidad de Yale se había planteado una serie de cuestionamientos tras seguir de cerca el juicio de Adolf Eichmann —responsable directo del holocausto en Polonia— y el análisis de Hannah Arendt sobre el énfasis que hacía el acusado en que solo había seguido órdenes. Arendt acuñó el término de la «banalidad del mal» para referirse a la actitud que había guiado a Eichmann en los crímenes que cometió. «Eichmann carecía de motivos […] Sencillamente no supo jamás lo que se hacía […] No era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que lo predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo» [1], escribió.
Milgram se enfocó en la obligación de obedecer a una autoridad para arrojar luz, desde la ciencia del comportamiento humano, sobre la subordinación del individuo en un régimen totalitario. Fueron varias las conclusiones que se derivaron de ese estudio acerca del poder de la autoridad —los participantes habían accedido una y otra vez a causarle daño a otra persona, aun conscientes de las implicaciones, cuando el investigador se lo pidiera—. Sin embargo, otra observación tuvo que ver con las variaciones que se hicieron del estudio. Milgram notó que la respuesta de los sujetos variaba según la cercanía de la autoridad que les daba órdenes y de la víctima. Cuando los sujetos podían ver a la víctima, ponían más resistencia a la orden. De hecho, rara vez la seguían. No sucedía lo mismo cuando solo la podían oír. En esos casos sí obedecían y presionaban un botón que supuestamente les infligía choques eléctricos en otra habitación.
[frasepzp1]
Diversas investigaciones han demostrado cómo la tendencia de comportamiento prosocial en la mente humana se activa en situaciones en las que interactuamos directamente con otros (cara a cara). Del mismo modo, hacemos lo correcto cuando nos sentimos observados, pero no necesariamente cuando nos encontramos solos. Cuando vemos las consecuencias negativas de nuestros actos, somos capaces de reaccionar con ansiedad y congoja. A mayor distanciamiento del otro, menor el efecto que el daño que le provocamos tiene en nosotros. Nuestro cerebro evolucionó en comunidad para identificarse con otros seres humanos —siempre y cuando los identifiquemos como tales—.
Esto se ha observado en las guerras: el piloto de un avión bombardero sabe que causará daño, pero, al hacerlo, su respuesta emocional, si la tiene, es mucho menor que la de un individuo que se ve obligado a atacar a otro de frente. Así, la estrategia de objetificar a otros resulta eficiente cuando se los quiere ignorar, dañar o, peor aún, exterminar, como sucedió en la época de Eichmann. Esto se logró por medio de una campaña de deshumanización que consistió en el uso de categorías abstractas para identificar y amalgamar a grupos de personas. Lo mismo sucede cuando esa objetificación se da en el actor. Nos cosificamos cuando nos asumimos instrumentos de los deseos de alguien más. Esa es la esencia de la obediencia. Al darse una transformación de la percepción personal, somos más proclives a actuar a favor de otros.
Lo anterior parece bastante evidente cuando hablamos de situaciones de conflicto, de la manipulación del discurso en las guerras y de la centralidad que parecen tener nuestros instintos en esos casos. Esa obviedad, no obstante, puede hacernos perder de vista que esto quizá sea hoy más relevante que nunca, sobre todo para los habitantes del régimen totalitario más poderoso que ha existido: el de las redes sociales.
(Continúa).
* * *
[1] Arendt, H. ([1963] 2003). Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal. Barcelona: Lumen. Pág. 171.
Más de este autor