Saco la cámara, la monto sobre el trípode y, clic… tic, toc, tic, toc… treinta segundos y me quedo con una imagen de la vía láctea. Una imagen de cómo era la vía láctea hace cientos, millones de años.
Hace tres horas que salimos de El Paso, hace 30 minutos que comimos en un restaurante mexicano en Ruidoso, Nuevo México. Mi amigo cenó el Plato Loco Mexicano -una maravillosa combinación de tacos, burritos, enchiladas, chile relleno, arroz y frijoles-, yo carne guisada con chile verde. Hace cinco minutos que paramos a la orilla de esa carretera desierta y el viento comienza a hacernos sentir la mordida del frío que está por venir a estas tierras.
Nada espectacular. Unas fotitas de la galaxia y ya. Yo estoy empecinado con sacar las fotografías y me da pena tener a mi amigo esperando a la orilla del camino en total oscuridad.
Tengo que aprovechar. Pocas veces me encuentro en una de las zonas más oscuras de Estados Unidos, con luna nueva y, encima, con un ayudante que se encarga de encender y apagar las luces del carro para evitar que nos arrolle un camión.
Estamos aún a dos horas de Roswell, nuestro destino final. Allí, veremos como un austriaco sube 40 kilómetros en la estratósfera y se lanza para romper la barrera del sonido, ayudado únicamente por un traje presurizado.
Agarrado de la barandilla de su cápsula, dijo algo que, estoy seguro, fue tomado de las páginas de Coehlo. Algo así como que “hace falta subir al tope del mundo para darse cuenta de lo pequeño que es uno” pero que por un defecto en su micrófono sonó más a “xdadffffggg ajsjsjuuurshhhh”. Ya en tierra me confesó que había pensado la frase largo tiempo y que “creo que Neil Armstrong tampoco improvisó la frase del Gran Paso Para La Humanidad.” De un argentino o un español, no me hubiera quedado duda dde que era un comentario sarcástico. Pero este señor es austriaco, esa gente no sabe bromear.
Viéndolo en su traje espacial, me acuerdo de los de Rammstein. Supongo que era un preludio de lo que venía.
En el centro de prensa la proporción de periodistas germanohablantes con respecto a reporteros gringos es apabullante. Es como estar cubriendo la convención mundial salchichas con chucrut. Peter, mi amigo, un alemán como sacado de una estampita de alemanes, se me acerca para exigir explicaciones sobre por qué en “ze valmart” venden armas pero no cerveza los domingos.
Años atrás hubiera intentado explicarle que estamos en un lugar que hace apenas un siglo no era un estado sino un territorio despoblado, que mientras en su país hace 1,000 años que resolvieron esos asuntos acá aún la gente quiere defenderse por sí misma, pese a la impresionante presencia de policías por todos lados. Solo en el camino vimos 12 patrullas del sheriff, la policía estatal, la border patrol y la policía local, tres de ellas multando a conductores.
Años atrás me hubiera gustado decirle que no se olvidara de que este país fue fundado por fundamentalistas religiosos que cruzaron el mar océano para poder seguir sus creencias y que desde entonces, Estados Unidos tiene una fuerte veta religiosa que incluye no vender alcohol los domingos o, en algunos condados, en ningún día de la semana.
Eso hubiera sido años atrás, ahora me conformo con hacerle un par de comentarios sarcásticos que el cabrón agarra al vuelo y salta a hablar de lo gordas que son las mujeres en Roswell. Años atrás me hubiera puesto a explicarle que el precio de la comida en este país hace que la gente pobre se limite a comer carbohidratos procesados en extremo que lo único que aportan son miles de calorías pero ningún valor nutritivo.
Ahora lo me limito a mandarlo a un sitio de internet para que se distraiga un rato.
Dieciséis horas después de estar escuchando al alemán quejarse de estar diez días Estados Unidos, ni eso, de Roswell, terminamos en un restorán mexicano consumiendo unas chimichangas y cervezas.
El alemán ya medio borracho comienza a increpar, a gritos, a un par de vaqueros que están en una mesa frente a la nuestra. Les grita que por qué no se quitan los sombreros para comer, que si sienten que son John Wayne y luego pasa a contar un chiste sobre un homosexual, una vieja comunista, un vietnamita y un inválido, al parecer los cuatro personajes representan de alguna manera el gobierno alemán.
Estoy que no sé si esconderme bajo la mesa o irme al baño, un poco porque el alemán está haciendo lo que vendría a ser el equivalente social de un camionetazo y un poco porque nos imagino, a mí y los cuatro alemanes de la mesa, metidos atrás de una patrulla del sheriff. Las meseras nos ven con desprecio y estoy seguro de que todos pueden escuchar las carcajadas que se propagan de nuestra mesa a cada esquina del restorán.
Siento vergüenza por Peter, el alemán. Pero también siento un poco de envidia; normalmente soy yo el que se pone en esa situación.
Horas más tarde, vamos de vuelta mi amigo y yo a El Paso. Mi nota del paracaidista supersónico se publicó en todos lados y me gané una felicitación de mi jefa.
Atravesamos interminables caminos de alto desierto, en los que lo único que interrumpe la monotonía del paisaje es la imagen recurrente de una casa montada sobre blocks en la distancia. Mientras, hablamos de Alemania, del futuro que espera a mi amigo en su nuevo trabajo. Hablamos de Guatemala, de los guatemaltecos, de los guatemaltequismos, del chapinaje y las chapinadas.
Después de un lustro en el país de la eterna primavera mi amigo está por irse. En alemán hay un dicho que habla de un ojo que llora y el otro que ríe para referirse a los sentimientos encontrados de las personas. Y me pregunto si habrá derramado alguna lágrima por irse de chapinlandia, una aunque sea.
Tenía dos semanas de haberse ido de vacaciones y no estaba enterado de que hubo una matanza en Totonicapán, que los soldados ametrallaron a una turba que había quemado un camión y que, así un jueves cualquiera, mataron a ocho e hirieron a treinta y cuatro.
Se lo cuento y a continuación hay un silencio abrumador. No hay un comentario, una respuesta. Como si le hubiera contado que los jueves hay paches. No se inmutó, no se escandalizó, ni preguntó cómo podía haber pasado eso.
Como regla general, cuando un país deja de sorprenderte, aun cuando lo sorprendete es una masacre, aun cuando los únicos que van a pagar por la matanza son unos adolescentes que son tan pobres y vulnerables como sus víctimas, cuando nada de eso te sorprende, quizá sea momento de irse.
Cae la noche y hay tantas estrellas que distraen mi atención del pensamiento recurrente que en una de las casas en la distancia se esconde un asesino en serie que descuartiza a la gente que para a tomar fotos de las estrellas.
No paramos a sacar fotos. Me conformo con verlas a través de la ventana y sorprenderme. Aprovecho a sentirme sorprendido mientras aún pueda sorprenderme.
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