Presumimos de pulcros centros comerciales, de lustrosos automóviles. Varones de todas las clases sociales abrillantan sus cortos cabellos y de tarde en tarde dan brillo a sus zapatos. Nos encanta todo lo que brilla, aunque su resplandor dure apenas unas semanas o sea absolutamente falso. Las cruces de los nazarenos están cada vez más adornadas y doradas, y a las compungidas dolorosas se las muestra ataviadas de diademas, resplandores y espadas, todo de oro macizo. El predicador estridente muestra ante las cámaras su limpia camisa y sus dorados complementos. Como los magnates del tráfico de estupefacientes y de corrupción política, su pulso izquierdo siempre luce relojes de máquinas perfectas y pulseras brillantes.
Pero, por donde vamos y pasamos, las ciudades, pequeñas y grandes, apestan y están rodeadas de basura. Y, como con todas nuestras ignominias, hacemos como que no la vemos. La escondemos en las afueras o, como sucede ya en la ciudad capital, la amontonamos en barrancos rodeados de población y hacemos así que el olor nauseabundo de los materiales en descomposición aromatice nuestro egoísmo y rodee la riqueza mal habida, acostumbrados a convivir con el hedor, que, según parece, imaginamos que hace más relucientes nuestras prendas y nuestros objetos particulares. Entre la basura colectiva, nuestra falsa riqueza parece hacernos más importantes.
Egoístas, mantenemos impecable el interior de nuestras casas, pero apenas nos preocupamos por ubicar nuestros desechos en lugares adecuados. A nadie le importa si sus detritos fecales se depositan en los ríos y lagos vecinos. ¡Apestan!, gritamos sin asumir que son nuestras propias heces las que contaminan el río y el lago próximos. Pedimos que nos mantengan limpios y brillantes las calles, las avenidas, las plazas y los parques, pero hacemos lo mínimo por producir la menor cantidad de basura posible. Si una autoridad por aquí y otra por allá limitan el uso del plástico, lo vemos más como un acto folclórico que como parte de un proceso colectivo para liberar al país de su hedionda y nauseabunda contaminación.
Nos preocupa un comino que los recolectores de basura se muevan entre la mayor inmundicia. Es mejor que trabajen, y no que estén robando, decimos cínica y estúpidamente. Si algunos protestan por la contaminación de las aguas, consecuencia de prácticas irresponsables de inescrupulosos propietarios de empresas, luego aparecen los que con medios de comunicación y grandes aparatos de difusión defenderán el supuesto y sacrosanto derecho a la inversión e impedirán por todos los medios que alguna medida de control, por mínima que sea, venga a establecerse.
Miles de ciudadanos ganan lo mínimo en la procura y selección de inmundos desechos, los que luego venden a precios de miseria a hábiles pseudoempresarios que los procesan y reciclan sin asumir ninguna responsabilidad con la salud, la educación y la sobrevivencia de sus proveedores. Negocios entre actores libres del mercado, dicen los sabios aleccionados en la universidad-Iglesia del sacrosanto mercado para, mientras tanto, hundirnos a cada minuto en los movedizos rellenos de nuestras inmundicias.
Recientemente, el diputado independiente Álvaro Velázquez presentó una iniciativa de ley que promueve y obliga la creación del distrito metropolitano, acción que permitiría que los municipios del departamento más poblado del país realicen acciones conjuntas como la recolección y el manejo de desechos sólidos y húmedos. Pero las autoridades municipales no quieren trabajar juntas. Prefieren administrar mal los recursos públicos.
La cuestión no es tan compleja. Ríos y lagos pueden ser purificados si desde los poderes del Estado se establecen y hacen cumplir normas estrictas en el manejo de desechos domésticos e industriales. Esto para nada inviabiliza la industria o empobrece al país. Todo lo contrario. El manejo adecuado de los desechos da lugar a otras industrias que incorporan valor a los productos y dan empleo decente a cientos de personas. Tecnificar los procesos resulta urgente e indispensable. No podemos seguir tratando nuestros desechos como lo hicieron nuestros abuelos, no solo porque ahora somos muchos más, sino porque en nuestro desesperado consumo utilizamos cada vez más productos imposibles de degradar naturalmente.
Obligar a la industria a tratar sus desechos adecuada e internamente es indispensable. No se salvan ríos y lagos en su lecho, mucho menos con aguas milagrosas. Se salvan no depositando en ellos desechos industriales y humanos.
Establecer formas radicales de recolección de desechos de plástico, cartón, vidrio y metales es un paso urgente. Estos desechos no pueden ser entregados mezclados entre sí y revueltos con los desechos húmedos (alimentos y productos naturales), y deben ser las empresas recicladoras las que se encarguen de recogerlos en lugares próximos a los domicilios. Eso es lo que se hace en las sociedades modernas, donde lo que se valora son las personas, y no las riquezas producidas entre la hediondez y la porquería. No es nada del otro mundo ni acciones que solo realicen los habitantes de Marte o Neptuno. Es lo que se hace para hacer eficiente la industria y vivir entre ciudadanos sanos.
Resulta absurdo e irresponsable que todos esos materiales reciclables tengan que ser separados cuando ya han sido revueltos con materias en descomposición, transportados en los mismos vehículos y apenas separados por mantas y plásticos. Los camiones de basura no tienen por qué ser los más viejos y apestosos y sus encargados niños sin escolarización. Las industrias del papel y el cartón, las del vidrio y el plástico, deben ser obligadas a recogerlos en puntos de acopio próximos a los domicilios y el ciudadano responsabilizado de llevar hasta allí esos desechos.
Si aprendimos a engalanar el cabello con grasas y brillantina, si disfrutamos el calzado lustroso y la ropa limpia, si adornamos con oro imágenes religiosas y manos de predicadores, seguro podemos aprender a vivir en ciudades limpias, con ríos y lagos claros, sin áreas apestosas y nauseabundas como la salida de Santa María de Jesús a Palín, el relleno nada sanitario de la ciudad capital o el botadero de Palajunoj en Quetzaltenango. Es cuestión de que en el Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales se piense en la sociedad, y no solo en proteger a los ladrones de ríos; que en el Congreso se legisle con visión de futuro, y no con payasadas kaibilistas; y que en las municipalidades se actúe con responsabilidad ciudadana, y no con simplismos cortoplacistas. La salud de las futuras generaciones lo va a agradecer.
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