La semana pasada asistí a una charla muy interesante del negociador canadiense Adam Kahane en la cual presentaba su nuevo libro: Colaborando con el enemigo. A través de su experiencia como consultor en diferentes países —como la Colombia de las FARC o la Sudáfrica del apartheid—, Kahane descubrió que se puede trabajar en concierto con personas con quienes no se está de acuerdo, siempre y cuando lo pragmático no degenere en antiético.
Ante la pregunta de cómo puede uno colaborar con un adversario que se rehúsa a ceder cuotas de privilegio en contextos de máxima inequidad, Kahane respondió: «En asuntos fundamentales, a veces no se puede llegar a consensos. En esos casos encuentro legitimidad moral en tres alternativas: dejar de intentarlo y adaptarse a una realidad adversa (darse por vencido), salirse de la situación (emigrar) o imponer los cambios por la vía de la lucha y de la fuerza (revolución)»[1].
La pregunta central sigue intacta: ¿cómo armonizar dos fuerzas contrapuestas (por un lado, la creciente necesidad de colaboración entre disidentes para resolver problemas estructurales urgentes; y por el otro, la creciente dificultad de colaboración entre grupos no solo disímiles entre sí, sino poco dispuestos a acercar posturas ante quienes perciben como indignos de su confianza)?
Ciertamente, pocos se oponen a re-unir lo separado. Cabeza y corazón, naturaleza y tecnología, Estado y sociedad, derechas e izquierdas, lo campesino y lo urbano, etcétera. Ese no es el punto. El punto es que muchos de los llamados a la moderación, a la reflexión y al diálogo son parte de una estrategia de reacción hegemónica que busca sofocar el impulso revolucionario de los pueblos.
Es deber ciudadano, pues, mantenernos vigilantes, identificar llamados fraudulentos y resistir.
Permítanme que les cuente una historia. En una tierra no tan lejana, en un tiempo de cambios, el presidente prometido se dio a la tarea de construir posibilidad de futuro para todos. Su misión principal era prevenir choques entre fuerzas opuestas y proponer una vía moderada, un nuevo pacto, que aplacara con éxito las demandas populares sin comprometer el sistema de explotación capitalista. Su mantra era: «¿Para qué revolución si con reformas basta? ¿Para qué reemplazar el capitalismo si con parches basta?».
Su nombre era Franklin Delano Roosevelt, su reto era la gran depresión económica y su camino era el New Deal. Esta vía terminaría por crear las condiciones para una guerra global horrífica, así como por empoderar los intereses oligárquicos para impulsar a Truman —perro faldero— sobre Wallace —humanista radical— en la convención nacional del Partido Demócrata de 1944. El manifiesto socialdemócrata se adheriría para siempre al estamento neoliberal y la justicia social sufriría un revés del cual nunca se recuperaría. Más que moderación, fue toda una asimilación.
Décadas después, la sofisticada estrategia de exclusión del New Deal renacería en forma de tercera vía bajo los mandatos moderados de Bill Clinton en Estados Unidos (supuesto demócrata) y de Tony Blair en el Reino Unido (supuesto laborista), quienes así terminarían traicionando a sus bases. Estos ejemplos ilustran con escala histórica cómo esos llamados a la moderación que provienen de las élites son siempre contrarios a los procesos de emancipación, la madre de todos los derechos humanos.
Con moderarse mientras se está inmerso en esta era neoliberal, en la cual la infraestructura ideológica e institucional está constituida al servicio del gran capital, lo que realmente se hace es desactivar toda posibilidad de desafío contrahegemónico.
Hoy, los Roosevelts, Clintons y Blairs de este mundo insisten en apelar al centrohumanismo moderado. Sin embargo, su versión de moderación tiene dos características elementales que carecen del mínimo rastro de humanismo: primero, callan respecto a las grandes injusticias y se abonan al discurso excluyente (como criminalizar al Codeca por el tema de la electricidad o de los bloqueos, por ejemplo, sin acudir a la historia y al contexto); segundo, nutren y se aprovechan del sistema capitalista sin querer incomodar la gran narrativa que lo justifica, es decir, abogan por cambios cosméticos, pero hasta allí.
Llamados con guion, moralistas y simplistas, a responder unidos y en paz ante una crisis económica o a luchar contra la corrupción son, normalmente, los trompetazos de salida de una agenda política reaccionaria que no piensa, ni por medio segundo, permitir que las mayorías vivan con autonomía y dignidad.
En Guatemala, lo más parecido a una socialdemocracia de tercera vía, New Deal, es representada principalmente por el Movimiento Semilla y sus camaradas de Somos y Justicia Ya. ¿Qué quieren Semilla, Somos, Justicia Ya y sus múltiples instancias de consenso? No queda claro. Lo que sí queda claro es que no son ni radicales ni revolucionarios. Y que son promiscuos. (Lo de sus partners de derechas —Cacifundesa y todo lo que tiene que ver con Dionisio Gutiérrez— no llega ni a moderación. Eso es descaro del más vulgar).
Dijo una vez el expresidente venezolano Rafael Caldera: «¿Cómo se puede creer en la democracia y la libertad cuando se tiene hambre?». Igualmente, ¿cómo pedirle a un pueblo hambriento, discriminado, enfermo y desesperanzado que se modere, dialogue, reflexione y preserve el orden?
¿De qué jodido orden hablan?
[1] Los paréntesis son míos.
Más de este autor