La pandemia nos ha provocado incertidumbre y nadie sabe cómo será el mundo después de esta crisis global. Pese a algunos indicios, es todavía temprano para responder a preguntas tan interesantes como las siguientes: ¿se reelegirá Donald Trump?, ¿China saldrá fortalecida de esta crisis o sufrirá una pérdida importante en su influencia global?, ¿estamos presenciando el fin del neoliberalismo o solo asistiremos a una recomposición y fortalecimiento de las élites globales?
No es difícil encontrar pronósticos que se adjudiquen certeza, pero poco a poco algunas de las ideas más razonables se han desmoronado. Eso sí, me cuento entre los pesimistas que esperamos un auge del autoritarismo y un fortalecimiento de los sistemas globales y locales de vigilancia. Tomando a Foucault como referente, me cuesta pensar en la vigilancia sin otro concepto inevitable: el castigo.
¿Y por qué tanto pesimismo? Mis razones son estas. En principio, los países que han lidiado mejor con la pandemia, asiáticos para variar, han implementado sistemas de vigilancia que hace poco solo se concebían en las series de ciencia ficción. Prácticamente, el ámbito de la esfera privada ha desaparecido en China, primer país con éxito en contener la covid-19. Y algo parecido se pudo observar en Hong Kong, Singapur y Corea. Quedan las dudas sobre el éxito que puedan tener Estados Unidos, Rusia, Cuba y Japón, que merecen un análisis separado, y por supuesto estoy dejando fuera muchos otros escenarios nacionales. No pretendo hacer un pronóstico. Solo argumento sobre mi pesimismo.
De ahí que, aunque haya vacunas y tratamientos en desarrollo, sea difícil que otros países no aprovechen la coyuntura para montar sistemas de prevención, mitigación y respuesta ante pandemias y otros riesgos para el Estado pasando por encima de derechos civiles en nombre de la eficiencia. Y con lo anterior no estoy pretendiendo que descubro el agua tibia. Vigilancia global y local ya existe, pero todavía se la percibe como una violación de derechos civiles, y no como una inevitable salvación. De ahí que los éxitos que puedan tener países como Islandia o Costa Rica, salvando distancias, no brillarán tanto como las respuestas de los países asiáticos mencionados.
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En segundo lugar, al menos para Latinoamérica, tengo la impresión de que las medidas de confinamiento llegaron en el momento oportuno para fortalecer regímenes en Bolivia, Nicaragua, Chile y Brasil. Es decir, pese al buen o mal desempeño que tengan en la respuesta a la pandemia, las medidas de confinamiento han contribuido a desmovilizar la protesta social. Y nótese que estoy tratando de trascender las formalidades electorales, pues me parece que el Gobierno chileno es tan represor como el ilegítimo Gobierno nicaragüense. Tal vez la suerte sea diferente para Ecuador, cuyo Gobierno parece desmoronarse a cada paso. Finalmente, Venezuela merece un análisis separado, ya que su situación actual trasciende la mera gestión de la pandemia.
¿Qué puede ocurrir en México o Argentina? No lo sabemos, pero creo que será clave la percepción de la población de la respuesta brindada ante la pandemia. Y la percepción no siempre se articula con la eficiencia o el sentido común.
En suma, el miedo puede estar abriendo espacios para la violencia y las nuevas formas de fascismo que se incuban en Latinoamérica y en otras regiones. Puede que en ese marco surjan reformas al Estado neoliberal y que como mínimo se fortalezcan los sistemas de salud, pero no creo que esta crisis interpele el poder de las élites globales, salvo en algunas democracias.
Como un apéndice inevitable, pienso en Guatemala: conservadora, religiosa y proclive al autoritarismo. No sabemos la gravedad y la duración que tendrá esta crisis, pero, sin importar el desenlace, sigo dudando de nuestra capacidad para cultivar una democracia moderna y un Estado que pueda asumir su función al menos en el mediano plazo.
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