En los próximos días la ciudad quedará completamente cubierta por una gruesa capa de nieve y hielo de Nuevo México hasta el centro de Texas y por las madrugadas, el rocío se convierte en una delgada capa de hielo que cubre los cactos y arbustos de tumbleweed y los deja igualitos a los árboles de navidad que pusieron en Cayalá, solo que sin luces y en medio de un desierto helado.
Cuando dejé Guatemala, Cayalá era apenas una idea. Dos años después, es casi una ideología, una forma de ver el país.
No es que tenga nada contra el concepto. De hecho, creo que enterrar la cabeza en esa deliciosa arena que son los centros comerciales, el guaro, las celebraciones y la familia es una de las formas más saludables de mantener la cordura en un lugar como Guatemala.
Estuve doce días en Guatemala y, sin proponérmelo, permanecí dentro de esa burbuja de relativa seguridad, bienestar y confort en la que vive la mayor parte de la gente que conozco y quiero en ese país.
Supuse que no iría a ese lugar y terminé yendo cuatro veces. Y, no sé, me quedó esa impresión de que más que un lugar, Cayalá es la locación de una película ambientada en algún lugar de Estados Unidos o Europa.
De hecho, juraría que escuché a alguien decir “ay, parece como Estados Unidos” mientras caminaba por una de las calles peatonales del lugar. Y, sí, de hecho parece como un lugar en Orlando, en Hollywood Studios creo que es, que se tomaron el trabajo de recrear calles enteras de Nueva York, Londres o Paris.
De alguna forma es la representación física de la ideología de esconder la cabeza o mirar a otro lado. La concreción de esa forma de pensar que tienen los guatemaltecos que se resume en “no me importa lo que pase más allá de las paredes de mi casa, las ventanas de mi carro y los muros del centro comercial ambientado en Denver o algo por el estilo”. Es el “no meterse a babosadas” hecho bienes raíces.
Caminando sobre las calles empedradas, es fácil entender cómo pueden resultar tan lejanos los asesinatos, el gradual retroceso impulsado por el gobierno en el tema de derechos humanos, y cómo la agroindustria va dejando sin terreno cultivable a los agricultores de subsistencia.
Y tampoco los culpo. Es sabroso sentarse en Café Saúl y leer la carta y enterarse de cómo Emilio -tan fashion él- fue a una boda en la selva petenera y le llovió y como si fuera video de los noventas, la ceremonia siguió bajo los talegazos de agua y pensaron en lo grande que es el universo y los planes divinos. Saboreando un delicioso capuccino es fácil abstraerse de que hay otros para quienes la lluvia significa hacer turnos en la noche para avisar al resto de la familia si se les va a venir encima el cerro.
Guatemala es uno de esos países donde pasa de todo, pero nunca pasa nada. Un lugar donde conforme más cambian las cosas, más permanecen iguales. De alguna forma el país se ha modernizado, los terrenos donde yo solía volar barriletes ahora son esa catedral de la evasión, la Antigua cada vez está más parecida a Disney y Emetra tiene carritos con letreros luminosos que ayudan a dirigir el tráfico.
Afortunadamente –o quizá por desgracia- siempre hay algo que nos abre una ventanita a la realidad y nos permite ver que las cosas en el fondo no cambian tanto como para ser distintas. Uno de los días que estuve en Guatemala, mientras comíamos en uno de esos pocos lugares donde se puede comer fuera sin temor a que te asalten, oímos tres detonaciones.
Parte de la conversación se nos fue en determinar si eran cohetillos navideños o disparos navideños. La respuesta nos la dio Emetra. Atrás de uno de los carritos que tienen, en el rótulo luminoso decía: “tráfico lento, ataque armado”.
Dos o tres cuadras después lo vimos, un muerto tirado en la calle. Supongo que hay cosas que cuesta que cambien.
Luego me enteré, aunque puede que sean bolas, de que los fiscales le dijeron a la familia que mejor no investigaran, que sería peligroso. Estoy seguro de que hay cosas que es muy difícil que cambien.
Días más tarde, le contaba el incidente a una amiga en una cafetería y vi como Paco Reyes -estoy seguro de que era Paco Reyes- había entrado a comprar unas libras de café. Era imposible no habernos visto y supongo que el hombre decidió no saludarme. Hay cosas que definitivamente jamás van a cambiar.
Más de este autor