Fue hace solo ocho años, pero parece que hubieran pasado ya décadas. La única huella que permanece de aquellas jornadas cívicas es, mal que bien y con sus imperfecciones, el Movimiento Semilla, iniciativa ciudadana devenida partido y que acaba de inscribir a su binomio presidencial el pasado fin de semana. Persisten también las organizaciones rurales y campesinas alrededor de Codeca, aunque el Tribunal Supremo Electoral (TSE) haya intencionalmente decapitado la candidatura presidencial de su brazo político, el MLP, lo cual tiñe con sospechas de fraude e ilegitimidad esta contienda presidencial. Y continúan organizándose varias expresiones juveniles, indígenas y de la diversidad sexual, conscientes de sus derechos y que se escuche su voz.
Pero el tren del pacto de corruptos (para retomar la metáfora de una de las amigas) salió mucho antes que ellos y sigue imparable y pesado. Arrolla con una maquinaria aceitada con dineros ilícitos y con un cargamento tan dañino como las sustancias químicas que se derramaron hace unas semanas en Ohio. Por ahora, parece que esa locomotora de la corrupción no se va a descarrilar porque está bien protegida por un sistema de legalidad completamente cooptado. Ello, sin embargo, tampoco garantiza su total indemnidad o una potencial combustión.
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Si lo que (sobre)vivió mi generación en los años setenta y ochenta fue una democracia de fachada, con fraudes electorales, dictaduras militares y el cierre de espacios que generaron un sanguinario conflicto de poco más de cuatro décadas del cual la sociedad todavía sigue traumatizada, hoy lo que estamos presenciando parece una versión revisada de aquel proyecto perverso pero revestido de una aparente legalidad democrática.
Si en el pasado eran los militares y la oligarquía que retenían el poder por medio de la represión, hoy presenciamos un autoritarismo competitivo como explican Steven Levitsky Lucan A. Way, y que tuvo a bien mencionar mi amiga. Los nuevos poderes fácticos saben que la fórmula para afianzar su proyecto y seguir enriqueciéndose, cobijándose bajo ese manto de impunidad que se despliega cada vez más, es creando «un campo de juego desigual entre gobierno y oposición», «abusando los recursos del Estado» y «manipulando frecuentemente las normas democráticas formales», como indican los autores.
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De allí que la persecución política que se ejerce ya no es violenta; pero es otro tipo de violencia que agrede sigilosa vulnerando todas las garantías, libertades y derechos de los que deben gozar los ciudadanos. Ya no desaparecen a activistas, jueces y periodistas, pero los orillan hacia el exilio. Ya no matan a los disidentes, pero los silencian con juicios espurios violando la constitución y usando al sistema legal. Ya no hay paneles blancas persiguiendo a la oposición o a quienes piensan diferente para asesinarlos, pero las redes sociales se encargan de aniquilarlos por medio de la desinformación para acallar las voces de la decencia, la dignidad, la justicia y la democracia.
A estas alturas, no hay derecho individual o colectivo que este régimen escondido detrás de un sistema que en apariencia permite elecciones competitivas, no esté atropellando. Incluyendo el derecho a ser informado.
Mucha razón y valentía tiene este medio tan respetado en denunciar lo que este régimen autoritario enmascarado nos depara al acallar e intimidar a un bastión esencial de la democracia, es decir al periodismo independiente: «El periodismo es uno de los pilares para la construcción de esa comunidad a la cual llamamos ciudadanía. Del poder que logre acumular la ciudadanía depende la posibilidad de preservar la democracia. De allí que el periodismo sea una pieza clave. Si derriban su independencia, el poder abusivo podrá avanzar hacia su objetivo final: suprimir todas las libertades».
Para descarrilar a ese tren, va quedando menos tiempo y una única opción: #NoNosCallarán
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