Desde que decidí estudiar ciencias sociales, hace cerca de 40 años, mi objetivo es uno solo: entender los dilemas de una sociedad como la guatemalteca, tan llena de contrastes y de problemas que me angustian desde entonces. Paradójicamente, esos eran los años en los que, junto con mi padre, disfrutaba el futbol con tanta pasión que cada vez que jugaba la azul y blanco soñaba con triunfos que nunca llegaron. Aun hoy, después de tantos años, la ilusión de entonces sigue postergada, aunque hace ya muchos años entendí que ese sueño de triunfo muy probablemente jamás llegará. La fatídica frase estaba en lo cierto: «Jugamos como nunca. Perdimos como siempre».
Durante mis estudios en México encontré un marco teórico que tuvo sentido para mí y me ayudó a comprender tantos fracasos y dilemas de sociedades como la nuestra. Y a partir de entonces empecé a profundizar en el concepto que un sociólogo alemán había acuñado para explicar esa suerte de síndrome de fracaso al que estamos acostumbrados: la de Estado anómico. Se trata de un entorno legal e institucional incierto en el cual, pese a que todo está regulado, todo es posible si se tiene el contacto y se accede al mecanismo adecuado: un conocimiento profundo de cómo encontrar las excepciones en un mar de prohibiciones.
Mi primer aporte fue acuñar un término propio: el de anomia regulada. Intuía entonces que el problema de la anomia que exhibía el Estado provenía de la forma en que se aprueban y aplican las leyes en nuestros países. Durante años he intentado entender qué significa este concepto y la forma en que este defecto de origen puede ser explicado de manera comprensible a un público no especializado. Luego de pensarlo muchísimas veces, finalmente creo empezar a tener la visión profunda que me permite ejemplificar con claridad cómo se puede aplicar el concepto de anomia para entender la acción del Estado y el papel que las leyes tienen en ese esquema anómico.
Ahora explico el Estado anómico de la siguiente manera: el origen del Estado-nación moderno fue un intento serio y concienzudo de limitar el poder despótico de los reyes, ejemplificado magníficamente en la frase que inmortalizó al mas célebre rey de Francia: «El Estado soy yo». Los teóricos más importantes de la teoría contractual empezaron a enfatizar la necesidad de construir un gobierno de leyes por encima del gobierno de los hombres.
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El famoso filosofo Charles-Louis de Secondat (mejor conocido como el barón de Montesquieu) nos legó una obra magnifica que ejemplifica perfectamente la necesidad de limitar el poder de los hombres mediante el gobierno de las leyes. Por eso, en su obra El espíritu de las leyes, de 1748, Montesquieu afirmó categóricamente: «Nada puede ni debe estar por encima de las leyes que rigen en una sociedad». Lo que tradicionalmente se ha traducido como «nadie es superior a la ley».
En los Estados en los que prevalece la anomia, como Guatemala, la fórmula se invierte: la ley es el instrumento de dominación de hombres poderosos, acostumbrados a mandar y a hacer de su palabra y de sus deseos leyes de cumplimiento inmediato. Lo paradójico en el Estado anómico es que estos caprichos personales se disfrazan de legalidad. El misterio del Estado anómico es cómo se hace compatible la apariencia de legalidad y de imperio de la ley con el esquema de dominación personalista y caprichoso que implica el gobierno de hombres convertidos en caudillos.
El proceso de vacunación es el ejemplo perfecto de la anomia. Mientras la gran mayoría de la población sufre la indiferencia y la ineptitud del Gobierno para garantizar una protección efectiva y sin distinciones, algunos privilegiados, que saben con quien abocarse, son vacunados sin necesidad de hacer cola ni sufrir sobresaltos. La fórmula ya la conocen todos por igual: conocer al contacto adecuado, quien mediante su intervención favorecerá la tan anhelada inclusión. Montesquieu ya había advertido lo que ocurriría en una situación parecida: «Los malos ejemplos son más dañinos que los crímenes». De esa manera, ya se ha generalizado la práctica de buscar el contacto adecuado que levante todas las barreras y prohibiciones.
Lamentablemente, ese cotidiano tráfico de influencias se ha normalizado tanto que ya ni nos percatamos de que este esquema elitista y amañado ha construido una sociedad injusta, en la que las instituciones del Estado solamente responden cuando se trata del personaje adecuado. Y en cada acto elitista se construye una injusticia que nos afecta a todos. Como dijo sabiamente Montesquieu: «Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad».
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