Ir

Han vuelto las aves

Ahora, tras casi cincuenta años de soportar líos y persecuciones y chantajes, puedo decirle que sí, señor Halfon, funcionó.
Ah, esos Martínez son algo del que mataron, ¿verdad?
Cruz Pérez Pablo con la directora de Cooperativa Esquipulas
Tipo de Nota: 
Información

Han vuelto las aves

Historia completa Temas clave

El escritor Eduardo Halfon visita La Libertad, Huehuetenango, para conocer la historia de la Cooperativa Esquipulas, que hace uno de los cafés más cotizados del mundo. Allí se enterará de una estafa, un asesinato.

Llegué a la casa de los Martínez ya entrada la tarde, justo a la hora en que el cielo se esconde, y los perros callejeros le ladran a sus esquinas, y en la residencia de al lado, con la ayuda de un averiado micrófono y un altoparlante, empieza a gritar y cantar con histeria un predicador evangélico.

Abrió la puerta una señora mayor, chaparra, morena, de rostro amable, y con un delantal azul que probablemente vestía el día entero. Usted es el señor Halfon, me dijo. Por favor pase adelante. Soy Ernestina, la mamá de Iliana, estrechándome la mano. No tardan en llegar Iliana y su papá, dijo, nomás fueron a ver sus cafetales, aquí cerquita.

Doña Ernestina cerró la puerta tras de mí y nos quedamos de pie en un estrecho y oscuro pasillo. De un lado había un sofá de cuerina. Del otro, justo enfrente del sofá, la pared estaba llena de pequeñas fotos familiares, ya desteñidas y opacas; había además cuatro grandes diplomas de bachillerato, colgados en fila, con orgullo, en sus marcos de madera y oropel. Doña Ernestina me fue mostrando cada foto, señalándola con el índice mientras me explicaba por encima del griterío y los cantos evangélicos quiénes de sus cuatro hijos salían allí, y a qué edades, y dónde estaban, y qué hacían, y la piñata de quién era. Es que a mi marido Juan le gustaba mucho hacer fotos, me dijo con nostalgia. Antes, dijo, su voz de pronto un poco rasposa, y no dijo más. Pero esa última palabra pareció quedarse allí colgada y enmarcada entre todas las demás fotos y diplomas, como un pórtico de entrada a algo, quizás a otra época, quizás a otro recuerdo, quizás a otro pasillo aún más estrecho y oscuro y acaso sin ninguna salida.

La residencia de los Martínez, humilde y pulcra, quedaba en una cuesta bastante empinada de La Libertad, pueblo del altiplano guatemalteco, de difícil acceso y clima templado, en el departamento de Huehuetenango, a pocos kilómetros de la frontera mexicana. Una zona del país notoriamente peligrosa y violenta: desde hace unos años, por el narcotráfico; durante las décadas del conflicto armado, por los abusos y las masacres militares; a comienzos del siglo pasado, debido a las guerras revolucionarias en contra del presidente y déspota Manuel Estrada Cabrera (a quien, años después, Miguel Ángel Asturias usaría en su novela como modelo de dictador). En 1915, el mismo pueblo de La Libertad, entonces llamado Florida, fue el escenario de la última batalla revolucionaria en contra del ejército de Estrada Cabrera. Los revolucionarios no ganaron esa última batalla, pero sí lograron establecer paz y libertad en la región, y en 1922, en honor a ellos, y ya con Estrada Cabrera fuera del poder —antes de morir, había sido declarado demente por el Congreso y obligado a renunciar—, el nombre del pueblo fue cambiado oficialmente a La Libertad.

Arreciaron de pronto las prédicas del evangélico. Estaba abierta la puerta principal. Entró Iliana, sonriendo, secándose las manos recién lavadas en los costados de su pantalón de lona. Se excusó por el retraso y yo le dije que no se preocupara, que su madre me mantuvo bien entretenido. ¿Verdad que sí, doña Ernestina?, y doña Ernestina se ruborizó un poco. ¿Encontró usted la Pensión Peñablanca?, me preguntó Iliana y yo le dije que sí, que muchas gracias, que ya había dejado allí el carro (un Saab color zafiro, clásico y confiable, que me solía prestar un amigo para hacer viajes largos en el país) y mis demás cosas. Es la única pensión del pueblo, dijo, pero no está mal. Y además, dijo, allí cerca queda la cooperativa, justo a un costado de la plaza central, y también el comedor de doña Tuti. Puede usted desayunar en ese comedor, sin pena. Es de confianza. Nada más pregúntele a alguien dónde queda el local de doña Tuti, dijo. Porque no hay rótulo.

Una chica menuda y sonriente, Iliana, de tez aún más morena que la de su madre. Tendría tal vez treinta o treinticinco años. Me la había imaginado mucho mayor. Quizás por la seriedad de sus correos. O quizás por la gran responsabilidad y mérito de su trabajo como gerente de la cooperativa local de caficultores: la primera cooperativa de la región, formada en 1965 por un grupo de hombres con pequeñas parcelas de café, incluyendo su padre, Juan Martínez. Le pregunté a Iliana por su padre y ella estaba a punto de decirme algo cuando doña Ernestina alzó el brazo, como pidiendo la palabra, y susurró: Ése es Osmundo. Su índice estaba señalando la foto de una pareja joven, en un jardín, él sentado en una silla de plástico, y ella en su regazo. Hubo un silencio, tanto entre nosotros como en el griterío del evangélico de la vecindad. Como si el evangélico de la vecindad también hubiese escuchado el susurro de doña Ernestina y estuviese esperando a que ella continuara hablando. Pero fue Iliana la que rompió el silencio. Son Osmundo y su prometida, dijo. Osmundo era mi hermano, dijo. Lo mataron, dijo. El evangélico empezó a cantar algo sobre Dios y su misericordia y doña Ernestina dijo que la cena estaba casi lista.

*

Se llamaba Hitler. Estaba desparramado en las baldosas del piso de la cocina, frente a la leña que chispaba y crujía y calentaba el comal. Me agaché. Le acaricié la barbilla y lo sentí ronronear y hasta entonces descubrí un corto y negro bigote como dibujado encima de su hocico blanco.

Eran cinco hermanas. Una estaba haciendo tortillas y me saludó desde el comal, sonriendo con timidez mientras aplaudía una bolita de masa. Otras dos cortaban limones y aguacates. Otra entraba y salía deprisa, persiguiendo a su hija de tres o cuatro años; vivía con su esposo en la casa de enfrente, me explicó, del otro lado de la calle. Iliana me dijo que por favor me sentara, mostrándome una pequeña banca de madera pintada de rojo, colocada junto a la pared. Le agradecí, observando la serena coreografía de todas las mujeres, y pensando en mi hermana, y pensando en mi hermano, y pensando en nuestra propia coreografía, y pensando que ese aroma —café, humo, ocote, cal, carbón, maíz molido— era lo más próximo al aroma de familia.

Juan Martínez entró despacio a la cocina. Llevaba puesta una camisa color naranja, pero naranja neón, naranja ardiente, aún más ardiente contra su piel tostada. Iliana nos presentó y él me estrechó la mano en silencio. Sus manos eran las manos duras de un campesino. Su cuerpo delgado daba una falsa impresión de fragilidad. Tenía la mirada opaca y taciturna y tardé en comprender que era la misma mirada de Iliana. Me invitó a sentarnos juntos en la pequeña banca de madera.

Disculpe usted, me susurró don Juan y se acercó a mí un poco más, como si estuviera a punto de decirme un secreto. Apenas cabíamos los dos en la banca. Frente a nosotros, las mujeres terminaban de cocinar la cena. Ninguna de ellas parecía notar los gritos del evangélico de la vecindad. Estábamos viendo mis cafetales, me dijo don Juan, allá en mi finca. Luego añadió: Finca San Andrés, se llama. Y me sonrió una enorme sonrisa blanca. No le haga usted caso, Eduardo, anunció Iliana desde la estufa, así le puso a sus parcelitas de café. Se volvió hacia nosotros. Es que a mi papá, dijo, le gusta mucho eso de poner nombres. Don Juan cruzó los brazos y se quedó viendo a sus cinco hijas. Iliana Lucía, me susurró de pronto. Iliana porque vimos ese nombre en un periódico, y Lucía porque así se llamaba una monja que en los años ochenta venía de la capital a darles clases a los jóvenes del pueblo. Se detuvo un momento. Judit Orquídea, dijo señalando con la mirada. Judit porque a mi esposa siempre le llamó la atención ese personaje de la Biblia, por su valentía, por su entrega, y Orquídea porque alguien nos dijo que ése era el nombre de una flor, y pues qué bonito nombre para una niña, ¿no? Pasó otra de sus hijas, deprisa, de nuevo correteando a la niña de tres o cuatro años, y don Juan le tomó la mano a su hija y la mantuvo entre las suyas mientras hablaba. Regina Guadalupe, dijo. Regina porque así se llamaba una monja norteamericana que nos impartía un curso de catequesis, y Guadalupe, señor Halfon, porque mi familia es muy devota de la Virgen de Guadalupe. Le besó la mano a su hija, la soltó, y miró hacia el comal. Patricia Amarilis, dijo. Patricia nomás porque el nombre siempre le gustó a mi esposa, y Amarilis porque en esos años venía una señora al pueblo a trabajar como profesora, quien nunca pudo tener hijos propios, y entonces le pidió favor a mi esposa que nombrara a una hija así, Amarilis, y así lo hicimos, en honor a ella. Hitler se había despabilado y rondaba ahora por nuestros pies. Lo subí a mi regazo, y el gato se acomodó entre mis muslos y casi de inmediato se adormeció. Teresina Mancruz, dijo don Juan. Teresina era el nombre de una monja que venía de Huehuetenango a alfabetizar a los niños de las aldeas, y Mancruz, señor Halfon, porque en esos años escuchábamos mucho la radio, pues aún no había luz eléctrica en el pueblo y las radios usaban baterías, y así, Mancruz, se llamaba la protagonista de una radionovela mexicana. Don Juan sonrió y yo me di cuenta de que aún no había dicho nada de los nombres de su único hijo varón, de su hijo de la foto en el jardín, de su hijo muerto. Pero no me atreví a preguntarle. En vez, sólo le pregunté por qué había nombrado a su finca San Andrés, y don Juan hizo un chasquido con los labios, como para agradecerme la complicidad, y luego me susurró que por un padre que había conocido de joven, allí en el pueblo. El padre Andrés, dijo. Un buen hombre, dijo. Creí notar que su mirada de repente se tornó vidriosa, pero la cocina estaba algo oscura y ahumada y no podría asegurarlo. Guardamos silencio un momento, y yo sentí un breve impulso de abrazar a don Juan Martínez. Quizás por consolarlo. Quizás por su tono nostálgico y su sentido del humor tan fino y tan triste. O quizás por algo mucho más mío.

*

Sobre la mesa del comedor había un pollo horneado con piña y hierbas, papas enteras con mantequilla, medias lunas de aguacate, tortillas calientes envueltas en un trapo de cocina, y una jarrilla de café. En los pueblos guatemaltecos, con la cena, se acostumbra beber café aguado.

Las hermanas de Iliana ayudaron a poner la mesa, luego se marcharon. Doña Ernestina se sentó a la cabecera, dijo que todas ellas habían cenado temprano, y sólo se sirvió una taza de café. Hitler, merodeando y suplicando bajo la mesa, estaba enloquecido con los olores de la comida. El evangélico de la vecindad seguía su prédica, aunque por suerte un poco amortiguada por las gruesas paredes de adobe del comedor y una ligera llovizna que caía sobre las láminas del techo. Mientras doña Ernestina me servía un poco de todo, le pregunté a don Juan por los orígenes de la cooperativa y él me dijo que había sido un esfuerzo de los padres Maryknoll, una congregación apostólica y católica de misioneros norteamericanos muy involucrados en ayudar a comunidades del país, en las décadas de los sesenta y setenta. Me dijo que por eso su nombre, Cooperativa Esquipulas, por el famoso Cristo Negro de Esquipulas, el santo patrón del pueblo. Me dijo, viendo hacia su esposa, que ellos dos habían trabajado mucho con los padres Maryknoll. Yo fui su chofer, dijo, y Ernestina su cocinera. Hace muchos años de eso, dijo mientras untaba aguacate en una tortilla. Antes de tener que salir huyendo todos ellos del país, dijo, en los años difíciles —eufemismo de don Juan para referirse a las décadas del enfrentamiento entre la guerrilla y el ejército. Eso, claro, dijo Iliana, los sacerdotes que lograron huir a tiempo, y no fueron asesinados o desaparecidos por los militares. Guardamos silencio unos segundos, como cautelosos ante un tema tan grande, o como en memoria de los tantos sacerdotes asesinados o desaparecidos por los militares. La idea de los Maryknoll al formar la cooperativa, dijo don Juan, era que si nos juntábamos los pequeños cafetaleros de la región, si nos uníamos los pobres, entonces tendríamos más fuerza para poder competir contra los dos o tres grandes, contra los ricos. Don Juan bebió un sorbo de café y yo pensé brevemente en la palabra solidaridad, una palabra que para mí, hasta ese momento, no había sido más que una palabra vieja, gastada, en desuso, una palabra de otra generación. ¿Y fue así?, le pregunté, ¿funcionó la idea de los padres Maryknoll? Don Juan tomó otro sorbo de café ralo, bajó su taza, acarició con suavidad el antebrazo de Iliana que estaba sentada a su izquierda, y dijo: Ahora, tras casi cincuenta años de soportar líos y persecuciones y chantajes, puedo decirle que sí, señor Halfon, funcionó.

*

Comí en silencio, intentando captar —entre el desorden narrativo y el ruido evangélico de la vecindad— aquel bombardeo de líos y persecuciones y chantajes. Don Juan, echándole sal a una papa: La cooperativa casi desaparece durante los años difíciles. Doña Ernestina, arrebatándole el salero a su marido: Era muy peligroso hacer reuniones en esa época. Don Juan, con tono triste, y un salero invisible todavía en la mano: En los años difíciles decir cooperativa era casi como decir una mala palabra. Iliana, chupando el hueso de una pata de pollo: También hubo varios gerentes, durante muchos años, que le robaron dinero a la cooperativa. Doña Ernestina, llenando mi taza de café sin preguntarme: El último, un señor de aquí mismo, se robó más de un millón de pesos. Don Juan: Costó mucho trabajo sacarlo, pero finalmente lo sacamos. Doña Ernestina: Es que en este país es más difícil ser honesto. Iliana, con las patitas delanteras de Hitler en sus rodillas: Luego llegó la crisis del café, en 2001 y 2002. Don Juan, sacudiendo la cabeza: En esos años, la Bolsa de Nueva York nos dijo que teníamos que vender un quintal de café a cincuenta dólares. Iliana, sucumbiendo y dándole el hueso a Hitler: Hoy sabemos el costo exacto de un quintal de nuestro café. Don Juan, agarrando un gajo de limón: Es que vinieron unos ingleses. Iliana: O sea, hoy sabemos que producir un quintal de café le cuesta a un cafetalero ciento veinticinco dólares. Don Juan, esparciendo limón sobre una media luna de aguacate: Es que vinieron unos ingleses a hacer un estudio económico, y eso nos dijeron, que ciento veinticinco dólares por quintal de café, puro costo. Doña Ernestina: Figúrese usted, durante esos dos años los cafetaleros trabajaban sólo para perder plata. Don Juan, con dedos de aguacate: Pero los de la Bolsa de Nueva York, que en sus vidas habían visto una mata de café, seguían haciendo plata. Iliana, sonriendo: Eso mismo. Don Juan, también sonriendo: Lo de siempre, ¿no? Doña Ernestina, poniéndose de pie: Y entonces llegó el europeo. Don Juan, con un suspiro, casi en coro: Llegó el europeo. Doña Ernestina, ya lejos del comedor, quizás ya lejos de todo: Mejor cuéntele usted, Juan, la historia del europeo. Hitler, como asustado y escondiéndose debajo de la mesa, maulló.

[frasepzp1]

*

Vino al pueblo un europeo, señor Halfon, un hombre guapo y encantador, y aquí descubrió que nuestro café es de muy buena calidad, lo que llaman grano estrictamente duro, es decir, de sabor persistente y muy aromático. Y pues el europeo nos ofreció a los socios de la cooperativa promover nuestro café en Italia. Nosotros le entregamos una pequeña muestra y él se la llevó a Italia y tras unos estudios y análisis confirmó que en efecto, por el tipo de suelo y la altura y el clima de esta región, el de aquí es un café de calidad. El europeo consiguió entonces que en Italia se calificara nuestro café como baluarte. Un gran logro, señor Halfon. Un sello de oro para nuestra cooperativa. El europeo firmó un contrato con nosotros y empezó a vender nuestro café por toda Italia como un café fino, especial, muy caro. Lo llevaba a ferias y festivales. Lo vendía en tiendas gourmet. Las bolsas de café, recuerdo, en un empaque muy bonito, decían que parte de las ganancias eran para los indígenas del altiplano guatemalteco. Su relación contractual con nosotros duró cuatro años. En esos cuatro años, el europeo le pagó a la cooperativa el precio que él quería, muy por debajo del precio cotizado internacionalmente. Los socios de la cooperativa teníamos que rogarle para que nos pagara lo ofrecido, lo debido, cosa que el europeo hacía mal, y tarde. Y jamás vimos ese porcentaje de ganancias que prometía en aquellas bolsas tan bonitas. Entonces regresó Iliana, que había estado estudiando y trabajando en Huehuetenango —cuando mataron a Osmundo, gritó doña Ernestina aún desde lejos, y don Juan, brevemente, se detuvo, bajó la mirada, soltó un suspiro largo y recio—, y la nombramos gerente de la cooperativa. Al nomás empezar, Iliana descubrió que la cooperativa tenía un dólar y pico en la cuenta bancaria. No le exagero, señor Halfon. Es decir, estábamos quebrados. Con un ex gerente que robó. Con deudas por todos lados. Con un europeo que estaba haciendo millones a costa de nuestro sudor y trabajo. Pero poco a poco Iliana empezó a poner orden, y logró varias cosas. Mi hija logró deshacer la sociedad legal con el europeo, aunque le costó mucho trabajo. Ella consiguió financiamiento de corto plazo para cada uno de los socios. Ella trajo a expertos de la capital para enseñarnos cómo producir un mejor café, y la importancia de podar y deshijar una mata, y cuáles son las mejores variedades, y cuáles son los mejores árboles de sombra, y por qué es vital hacer un estudio de suelos, y cómo catar el grano en pergamino, y cómo degustar una taza de café. Además, Iliana consiguió fondos para que cada socio, en su parcela misma, pudiera hacer su propio beneficio húmedo, su propio patio de secado. Ella también consiguió fondos para construir nuestras oficinas y centro de acopio. Ella cuadró una alianza para impartirle a los socios talleres de exportación y comercio internacional. Pero lo más importante, señor Halfon, es que ella logró empezar a vender en el extranjero nuestro café, nuestro café baluarte, poniendo nosotros el precio. Fíjese usted. Ahora nosotros ponemos nuestro precio. Este año, por ejemplo, mientras el precio internacional de un quintal de café fue ciento ochenta dólares, Iliana logró vender los quintales de la cooperativa a doscientos ochenta dólares. Ahora, finalmente, vendemos nuestro café al precio que realmente vale. No al precio que nos imponen los de Nueva York.

*

Doña Ernestina volvió al comedor cargando una enorme tinaja de barro con mangos enteros en almíbar caliente, y la colocó sobre la mesa. Fueron cuatro años de cosechas perdidas, dijo Iliana sirviéndome de la tinaja con un cucharón de metal, cuatro años de trabajar y sufrir sólo para que el europeo hiciera mucho dinero. El almíbar estaba exquisito. Tenía clavo y canela y un poco de pimienta gorda. Pero eso sí, dijo don Juan mientras chupaba con deleite una pepita de mango, gracias a ese europeo, señor Halfon, conseguimos algo muy valioso. Por supuesto, le dije, a través de él lograron el sello internacional de baluarte, que convirtió al café de su cooperativa en uno de los cafés más cotizados del mundo. Don Juan se limpió los labios con una servilleta de papel. Sí, eso, pero conseguimos algo todavía más valioso. El predicador evangélico, al ritmo de música de órgano o acordeón, de pronto cantó: Que Dios los siga usando para su gloria. Don Juan estaba sonriendo, quizás debido al canto eufórico del evangélico, o quizás ante lo que estaba a punto de decirme, o quizás porque era un hombre cuya sonrisa es orgánica y no significa nada. El europeo nos dio confianza en nuestro producto, dijo. El europeo nos hizo creer en nosotros mismos, dijo. Y si el precio de conseguir eso fue cuatro cosechas, pues entonces, señor Halfon, nos salió barato.

*

La cuadra frente a la Pensión Peñablanca fue arduamente defendida toda la noche por un recio y territorial perro callejero. Ladraba un rato, luego dejaba de ladrar un rato, justo lo suficiente para que yo me adormeciera, luego empezaba a ladrar de nuevo. Ya cerca de la madrugada, me di por vencido. Lancé a un lado el pesado edredón de lana y busqué en la mochila la cajetilla con mis últimos cigarros. Fumando boca arriba en la cama, vi cómo los objetos de la habitación empezaban a iluminarse, a cobrar vida propia. No podía dejar de pensar en don Juan Martínez, en los caficultores, en el trabajo de Iliana con la cooperativa, en las fotos y los diplomas colgados en la pared, en el baile silencioso de las hermanas, en el hermano muerto. Y una vez más me puse a pensar en mi propio hermano, y mi propia hermana, y nuestro propio baile de hermanos —baile accidentado, torpe, a veces hasta furioso. Acaso por el frío, o acaso por la falta de sueño, sólo podía pensar en todas nuestras riñas y peleas. Las primeras, siempre histéricas, de niños mimados. Las que luego, de adolescentes, llegarían a golpes con mi hermano (en la última de las cuales él paró en el hospital, con el pie roto, al intentar patearme el vientre y yo detener su patada con el codo). Las de adultos, cuando el arma principal ya no sería el puño, sino el silencio. Y la más reciente, la más dura y silenciosa, previo a la boda ortodoxa de mi hermana, en Israel.

Me bañé y me vestí despacio. Al salir, descubrí al mismo perro callejero —grande, negro, sucio— bien dormido contra la pared de una casa. Se me ocurrió despertarlo, tirarle una piedra o un zapato. Pero sólo caminé cuesta arriba en la calle adoquinada, apenas esquivando varios bodoques aún tibios de mierda.

*

El pueblo no amanecía. Casi no había gente, ni motoristas, ni autobuses. Negocios y comercios estaban cerrados. Las construcciones parecían todas improvisadas. Fachadas de block mal pintadas de colores primarios. Techos de lámina roja o grisácea. Varillas de hierro oxidado brotando de postes y columnas, para futuros segundos niveles. Calles demasiado estrechas y repletas de fruta podrida, papeles, envoltorios, bolsas plásticas, cajas, cartones, desechos de las vendedoras ambulantes del mercado del día anterior.

Llegué a la plaza central, o lo que algún día había sido la plaza central y ahora era una cancha pavimentada de fútbol y baloncesto, con las debidas líneas blancas pintadas en el suelo, con porterías y cestas en ambos extremos —una patrocinada por NaranJugo, la otra por Frutada. Quería comprar más tabaco pero todo estaba cerrado. Me senté en una banca y me quedé viendo el verdor de los cerros y riscos alrededor de La Libertad, un verdor profundo, vivo, que sólo se ve durante la época lluviosa. A mi izquierda había una fila de tiendas y abarroterías; a mi derecha, el cuartel de la policía civil, pintado de grises y azules, con dos agentes parados afuera, fumando, viéndome y juzgándome sin recato. Del otro lado de la plaza, justo enfrente de mí, estaba la iglesia del pueblo: pequeña, hecha en dos aguas, y cuya fachada y campanario habían pintado de un color entre celeste y aqua flamante. Una señora, sentada en las gradas que subían a las puertas de la iglesia, preparaba su canasto para vender desayunos de atol y tostadas. Más allá de todo, en el fondo de todo, una espesa manta de neblina cubría medio cerro.

Iglesia de La Libertad

*

Lustre. Un niño de diez o doce años se me había acercado en silencio, desde atrás. Lustre, repitió, más como un mandato que como una pregunta, y yo le dije que no, que gracias. Tenía ligeras manchas de betún en el rostro moreno, y llevaba puestos unos enormes y viejos zapatos de adulto, de charol, sin calcetines. Necesitaba las dos manos para soportar el peso de su cajón de madera negra, lleno de botes y tintes y ceras y cepillos y trapos sucios y quién sabe qué más. Lustre, don, sin verme, casi sin ganas. Los dos policías aún me miraban de lejos. La señora del canasto tenía una paleta metida en la olla y meneaba el atol. De pronto el niño se sentó en la banca, un poco alejado de mí, y colocó su cajón de madera en el suelo. Le pregunté su nombre. Macario López y López, dijo con firmeza. ¿Y te dicen Macario? A veces, balbuceó. O a veces Maca. Le pregunté si sabía dónde quedaba el comedor de doña Tuti. ¿Y de dónde es usted, pues?, me preguntó el niño y yo le dije con mi mejor acento guatemalteco que era guatemalteco, igual que él. Sonrió sin verme, incrédulo. No parece, susurró. ¿Y de dónde parezco? Alzó los hombros. Saber, dijo, pero no de aquí. Le pregunté si conocía la oficina de la Cooperativa Esquipulas. La cooperativa de café, le dije. La de Iliana Martínez, le dije. ¿Conocés vos a Iliana Martínez, a don Juan Martínez? Pero el niño no dijo nada. Estaba viendo hacia enfrente. Cómpreme una tostada, ¿sí, don?, para mi desayuno. Vi que los dos policías venían caminando hacia nosotros, por la portería de NaranJugo. Me seguían observando, serios o quizás curiosos. De pronto lanzaron sus cigarros sobre la plaza, como alistándose para hacer algo. Metí la mano en la bolsa de mi pantalón y estaba por sacar unas monedas para que el niño fuera a comprarle una tostada a la señora del canasto, cuando él, con parquedad, casi con indolencia, dijo: Ah, esos Martínez son algo del que mataron, ¿verdad?

*

La entrada de la cooperativa era una bodega alta, amplia, que en época de cosecha servía como centro de acopio. En las paredes blancas y el techo de lámina aún colgaban listones y cordeles y cintas de papel maché —quizás para darle al espacio un (malogrado) ambiente festivo; o quizás, tras algún cumpleaños o aniversario, habían olvidado quitar las decoraciones.

Yo estaba de pie a media bodega con un socio caficultor de la aldea de Chanjón, en Todos Santos Cuchumatán, que había hecho esa mañana el largo y difícil viaje de cuatro horas en carro a La Libertad.

Bueno el café, ¿no?, me dijo de pronto en un español obstruido, arrastrado, moldeado por su lengua maya: el mam. Ambos sosteníamos nuestras tazas de café. Le dije que sí, que muy bueno. Ahora lo apreciamos, dijo, lo sabemos tomar, pero antes, en nuestras casas, sólo tomábamos café instantáneo, o a veces café de segunda o café de cascarita, como le dicen aquí, o a veces tomábamos nuezcafé. No escuché bien o no entendí. ¿Cómo?, le pregunté. Que antes, repitió más recio, tomábamos nuezcafé. ¿Y qué era eso? Él se quedó callado un momento, su mirada hacia arriba, su boca semiabierta, como si estuviese dándole tiempo a que cada una de sus palabras hiciera el brinco de una lengua a otra. Así le decíamos a un frijol muy barato traído de las tierras bajas, dijo, de la costa, adonde los compañeros del pueblo iban a trabajar en fincas de caña o de algodón. Sonrió con delicadeza. Me estaba mostrando un frijol barato e imaginario entre su índice y pulgar. Lo tostábamos en el comal, dijo, y luego lo machacábamos con una piedra de moler. Tenía un saborcito a café. Pero no era café. De ahí su nombre. No es café. O noescafé. O nuezcafé. Algo así. Eso tomábamos, antes.

Cruz Pérez Pablo se llamaba, y yo tardé en comprender que Cruz era su primer nombre, Pérez su segundo nombre, y Pablo su apellido. Como si le hubiesen asignado su nombre al revés. Como si viviera de atrás para delante. Cruz Pérez Pablo. Nombre galán, soberbio, que merece ser proyectado en una enorme pantalla blanca. Estaba vestido en su traje típico de Todos Santos Cuchumatán: pantalón rojo con líneas grises; camisa rayada celeste y blanco, de mangas largas y botones y con un colorido y grueso tejido en los bordes y el cuello; pequeño sombrero de petate también ribeteado con una cinta del mismo tejido. Me quedé viendo su traje tan colorido, y hermoso, y símbolo inequívoco y orgulloso de su identidad, pero cuyos orígenes se remontaban al dominio español, siglos atrás, cuando los distintos trajes y colores no eran más que un sistema impositivo de los caciques españoles para diferenciar por territorio a sus indígenas esclavos.

Él mismo había preparado las dos tazas de café mientras esperábamos a que llegaran Iliana y su padre. Un café caliente y robusto y un poco ácido y un poco chocolatoso. Bebíamos —comulgábamos, pensé entonces, con café de su tierra, con café cultivado por sus viejas manos— y algunos socios entraban y salían y Cruz Pérez Pablo me los iba presentando y cada uno se quitaba el sombrero o la cachucha de béisbol y me estrechaba fuerte la mano y se volvía a presentar, dándome la bienvenida al pueblo y a la cooperativa, enunciando con orgullo su propio nombre, lanzándolo como fruta o poesía sobre esa enorme pantalla blanca.

[frasepzp2]

*

Han vuelto las aves. Han vuelto las ardillas. Han vuelto los micoleones. Han vuelto los mapaches y los pizotes y lo que aquí llaman tusas, que son unos topos muy grandes, y también muy sabrosos, por cierto, si uno logra atraparlos.

Don Juan Martínez estaba acuclillado junto a una de sus matas de café. Mientras hablaba, sus manos parecían trabajar solas: quitando hojarasca del suelo, arrancando hierbas y pasto y hojas enfermas. Iliana, a mi lado, sólo lo dejaba hablar.

Mata del café de Cooperativa Esquipulas

Ya no se veían aves, señor Halfon, ya no se veían animales. Antes, este cerro estaba pelado, completamente talado, ya sin ningún árbol. Pues las personas, para poder sembrar milpa, tenían que quitar todos los árboles de su tierra. Además, dijo, las personas necesitaban la leña de esos árboles para sus comales, para calentar y cocinar en sus casas. Don Juan se puso de pie. Ajustó su viejo sombrero de petate. Ahora mire el cerro nomás, dijo. Otra vez lleno de cipreses y pinos y árboles de sombra para el café, como el cushín, que es ése de allí, o como ese otro de allá, que lo llaman inga. Bajó su brazo, sin prisa, y continuó. Ahora que la cooperativa está funcionando, el mismo café nos da dinero para comprar nuestro maíz, y pues ya no necesitamos sembrar milpa. Ahora nuestras mismas matas de café y árboles de sombra, al podarlos, nos dan suficiente leña para el comal, y ya no necesitamos talar árboles. Ahora sembramos árboles, dijo don Juan. Y es que no hay nada, señor Halfon, como dar vida. Pero dar vida no sólo a unas matas de café y unos árboles, sino a la montaña misma.

Seguimos caminando los tres por una estrecha vereda de tierra seca, en fila, entre matas de café ya muy verdes, entre frutos de café ya muy rojos. Iliana me iba señalando cuál mata era arábigo y cuál era bourbón y cuál era caturra. Ésas son las mejores variedades, me dijo. Sólo eso tengo aquí, dijo don Juan, en Finca San Andrés, y sonrió. Tratamos, Eduardo, dijo Iliana, de que los socios ya no siembren las variedades llamadas cataui y catimor, pues no dan café tan bueno. Don Juan se detuvo, se agachó ante una mata y le arrancó de la base una rama corta. Hay que deshijar, me explicó Iliana viendo a su padre, así la mata produce un mejor grano, un mejor café. Al principio, dijo, nos fue muy difícil que los socios más viejos entendieran eso. Don Juan parecía acariciar el tronco de la mata con cariño, tras deshijarla. La gente de aquí estaba acostumbrada a que una mata debía producir mucho café, dijo Iliana, y claro, al deshijarla, esa mata produce menos granos, pero esos granos son de mucha mejor calidad. La mata invierte toda su energía, por así decirlo, en menos frutos, y entonces esos frutos salen mejor. Mientras escuchaba a Iliana hablar, mientras la observaba a ella y a su padre, se me ocurrió de pronto una pregunta prohibida, una pregunta casi bíblica, una pregunta que jamás debe pronunciarse, una pregunta que sólo puede ocurrírsele a alguien que no tiene hijos. Y tragué amargo. Es una apuesta por calidad sobre cantidad, ¿no?, prosiguió Iliana, una apuesta que marca no sólo un cambio en la manera en que los socios cultivan el café, sino un cambio en su manera de verse a sí mismos.

Don Juan se puso de pie y continuamos caminando en silencio entre las matas del cafetal, recorriendo el terreno quebrado y resbaladizo. Escuchamos el grito lejano de un halcón, luego el trino dulce y metálico de un guardabarrancos, luego el jolgorio en el cielo de una parvada de pericas.

Llegamos a unas grandes galeras de madera, decrépitas y podridas. ¿Qué es esto, don Juan?, le pregunté, pero don Juan no dijo nada. Quizás no me oyó. Estaba él parado ante una mata solitaria, altísima, muy tupida, llena de granos rojos. Todo eso, dijo Iliana señalando con la quijada la serie de galeras, era el gallinero de mi hermano. Dijo: Nadie lo cuida desde hace tres años. Dijo: Desde que lo mataron.

Don Juan nos dio la espalda y pareció meterse un poco entre la enorme y solitaria mata de café. Como escondiéndose entre las hojas verdes. Como buscando algo entre las hojas verdes. Como queriendo que la vieja mata lo protegiera. Aún de espaldas, estaba quitándole granos de café a la vieja mata, lentamente, tiernamente, sus manos de campesino dejando que los frutos rojos cayeran insonoros sobre la tierra seca. Se agachó un poco, y le quitó los granos más bajos. Se estiró hacia las ramas de arriba, las jaló hacia él, y sus manos expertas las dejaron sin grano alguno. El suelo, alrededor de sus pies, se fue tornando rojo. Su sombrero de petate crujía contra el ramaje. Parecía él ahora más encorvado, más pequeño. Siguió quitando y botando los frutos al suelo. Siguió adentrándose en el follaje de la vieja mata, adentrándose en el verdor de tantas hojas y ramas de la vieja mata, hasta que todo él desapareció por completo.

 

Esta crónica forma parte del libro Hacer la América. Historias de un continente en construcción (Tusquets/Corporación Interamericana del Banco Interamericano de Desarrollo), editado por Diego Fonseca.

Autor
Autor