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Vista del municipio de San Mateo Ixtatán, el lunes 20 de junio 2016. Simone Dalmasso

Huehuetenango. La sierra son múltiples caminos

La idea de un área remota y aislada encontró sostén en las investigaciones de los antropólogos estadounidenses que trabajaron en la primera mitad del siglo XX en pueblos del departamento
No tengo recuerdos de la guerra, aunque nací en lo más cruento del conflicto en uno de los centros de la violencia
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Huehuetenango. La sierra son múltiples caminos

Historia completa Temas clave
  • Frente al pretendido aislamiento de Huehuetenango, este se revela como un departamento complejo y estratégico, con carácter de encrucijada.
  • Los cambios religiosos se ven por todo el departamento.
  • En los años noventas, los huehuetecos de la ciudad veían pasmados la llegada de la modernidad representada en la arquitectura de remesas.
  • La migración ha cambiado no solo el paisaje del departamento sino también su composición demográfica. Durante años, aldeas y pueblos se quedaron sin jóvenes varones. Luego migraron los niños también.

En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

Cuando era niño cayó en mis manos un libro pesado que hablaba del lugar donde había nacido. Tenía entre sus múltiples páginas unas láminas hermosas con fotografías de viejas iglesias coloniales, cerros distantes de nombres raros, pueblitos de montaña. Había unos grabados de esculturas que me parecieron misteriosas: rostros severos enmarcados entre motivos solares, humanos de piedra que se habían quedado con los brazos cruzados sobre el pecho entre las ruinas de templos mayas. En ese entonces, con la monumental Monografía del Departamento de Huehuetenango de 1954 del gran sabio Adrián Recinos, recorrí imaginariamente los caminos de un Huehuetenango que en sus páginas parecía atemporal e inmutable.

Desde entonces, me ha fascinado lo que podría haber detrás del gran murallón de Los Cuchumatanes, siempre azul y siempre verde. El panorama de la sierra domina el valle de la ciudad moderna, levantada sobre la antigua Chnab’jul (cueva de marimba) de los mam. Huehuetenango es la capital política de un territorio de montañas tormentosas. Desde la cabecera departamental la sierra dibuja una serpiente que se arrastra por el cielo. En el oriente, el cañón pavoroso del río Selegua y las siluetas de la Peña de Paxa, el lugar del cerro hendido por un rayo donde los antiguos encontraron el maíz. Ya lo decía John Lloyd Stephens en aquella famosa expedición a Palenque que pasó por Huehuetenango en 1840: “La grandeza y magnificencia del panorama de estos montes sólo se perturba por la penosa idea de tener que atravesarlos”.

Atravesar estas montañas.
Encontrar los caminos para hacerlo.

De niño subí numerosas veces a la cumbre acompañando a mi padre en su trabajo. “La cumbre” se le llama en la ciudad de Huehuetenango a la alta meseta de más de tres mil metros sobre el nivel del mar. Recuerdo que el panorama del ascenso estaba lleno de parches rubios sobre el azul de la sierra; eran las parcelas de trigo que de la noche a la mañana desaparecieron para siempre.

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En una vieja Land Rover amarilla escalábamos el camino de tierra viendo rebaños de ovejas pastoreados por niños con las mejillas quemadas por el frío severo de la alta montaña. Con cada curva las casitas del valle se hacían más diminutas, la ciudad de Huehueteango y Chiantla parecían dos manchas brillantes sobre la alfombra lejana y agreste del terreno, perdíamos noción de la dimensión de los cerros porque cada vez veíamos más cerca el cielo. De repente, nos atrapaba la nube húmeda que había descendido a los picos de la sierra. Al superar la neblina quedaba bajo nosotros una alfombra blanca de nubes; ya no se veía la tierra sino solo la inmensidad del espacio. Estoy en el cielo, pensaba. Comíamos papas con queso en la casita vieja de don Pedro y de su esposa, junto a un fuego que parecía no acabarse nunca y que además de calentarnos el cuerpo hacía arder nuestro corazón. Las formaciones de piedra del resumidero del Selegua me parecían enormes entonces; yo todo lo miraba con ojos de descubrimiento y de alegría.

Enrique Naveda

De antesala a la cumbre los turistas han encontrado siempre el famoso mirador Juan Diéguez Olaverri. Hay ahí unos picos de cemento con placas en las que grabaron el poema A los Cuchumatanes, de Diéguez Olaverri. Esos picos tienen la apariencia de una tiara que corona la montaña con el sufrido canto del poeta en su destierro. El poema lo aprendemos de muy pequeños en la escuela y sus primeros versos los recitamos los huehuetecos a manera de jaculatoria por el orgullo del paisaje local:

“¡Oh cielo de mi patria!
¡oh caros horizontes!
¡oh azules y altos montes!
¡oídme desde allí!

la alma mía os saluda
cumbres de la alta sierra
murallas de esta tierra
donde la luz yo vi”
.

Este es un sentido canto de tristeza y proscripción. Lo entonó el poeta en México, hace ya tanto, huyendo de la muerte en Guatemala.

El camino que llevó a Diéguez Olaverri al exilio a través de la áspera montaña de Huehuetenango fue el mismo camino milenario que vinculó a pueblos antiguos y recientes por sendas de encuentros y desencuentros. El “camino real” le llamaban en la colonia, pero este era hijo de una ruta aún más antigua por la que anduvieron los mecapaleros de las eras pasadas.

Pese a la vitalidad de estas tierras, la visión que se ha tenido de esta parte de Guatemala es la de una “periferia de la periferia”, un lugar remoto, inhóspito y hostil, e inmune al tiempo. Este enfoque se ha tratado de justificar con la perspectiva de una región aparentemente pobre, tan pobre que no atrajo la atención de los españoles a no ser por el emporio de las minas y el ganado lanar de Chiantla, y del rol de este pueblo como gran centro de romerías alrededor de la imagen de la Virgen de Candelaria, una bella escultura de mediados del siglo XVI aclamada por los siglos como milagrosa.

Simone Dalmasso

En efecto, el pueblo de Chiantla fue durante la colonia, y es aún hoy, un centro de peregrinaciones de primer orden. Muchas de las dinámicas sociales y comerciales entre Huehuetenango y los pueblos de Totonicapán, por ejemplo, están asociados a la ruta de peregrinaje que convocaba a los caminos a los pies de los montes Cuchumatanes, en Chiantla. Durante la colonia, el culto a la Virgen de Candelaria de Chiantla, revestida con la plata de la tierra, ofrecía el marco sagrado para la industria de la extracción del plomo y la plata. Luego las enormes haciendas de la cumbre, que en su apogeo llegaron a ser un dilatado latifundio, encontraron la ruta del comercio de la lana, el cuero, y las bestias, a la par del camino de los peregrinos. También las celebradas ferias de ganado que aún hoy relumbran a la sombra de su pasado memorable fueron eventos comerciales de importancia que conectaban el occidente de Guatemala con Chiapas y con otras partes del altiplano guatemalteco, animados siempre por las alegres fiestas de Chiantla que celebraron tantos viejos cronistas.

La idea de un área remota y aislada encontró sostén en las investigaciones de los antropólogos estadounidenses que trabajaron en la primera mitad del siglo XX en pueblos del departamento como Jacaltenango, Santa Eulalia o Todos Santos Cuchumatán. Estos etnógrafos trabajaron bajo la premisa esencialista, casi inconsciente, de que en estos pueblos de Huehuetenango quedaban vestigios fosilizados de una cultura prehispánica poco afectada por la colonialidad y el mundo moderno. La primera generación de misioneros de Maryknoll, por ejemplo, también tuvo una visión similar al ver en esta vertiginosa serranía la oportunidad de realizar una labor de salvación entre pueblos  atrapados en la neblina de un mundo desactualizado y lleno de superstición.

Sin embargo, frente al pretendido aislamiento de Huehuetenango, este se revela como un departamento complejo. Su geografía monumental lo convierte en un lugar diverso y auténtico; su ubicación de frontera le confiere al lugar una ubicación estratégica. Así, la complejidad de la geografía y la demografía de Huehuetenango convergen en la ciudad cabecera del departamento. La ciudad es verdaderamente multiétnica y multilingüe. Aquí se hablan todos los idiomas del departamento, aunque la lengua franca sea el español. La ciudad ha crecido tanto y de manera tan desordenada que ha dejado de parecer, como decía Adrián Recinos en 1913, “un rincón del mundo en donde huyendo de las pasiones de la vida, hubieran ido a refugiarse la paz y la dicha sin zozobras, la virtud sin quebrantos, el amor sin testigos y la fe sin tempestades”. El transporte que va a los municipios del norte tiene que pasar forzosamente por el parque central de la ciudad de Huehuetenango y recorrer la traza tortuosa de un pueblo del siglo XVI que no fue pensado para esos menesteres. La centralización es apabullante. Pero la convergencia de caminos y carreteras en la ciudad de Huehuetenango es en realidad una ilusión.

Contra la consabida visión de reclusión de Los Cuchumatanes, desde fines de los años setentas Carlos Navarrete ha pensado esta área como un enorme distribuidor de caminos ancestrales y recientes que se aleja mucho de la idea de un territorio aislado y ensimismado. Navarrete caminó a pie y a lomo de mula estos caminos que conectan grupos vivos con antiguas ruinas de pueblos prehispánicos, con pueblos modernos, con cuevas sagradas, con salinas de altura, con altares mayas ancestrales, con cruces cristianas, con cruces mayas, con cumbres heladas y con valles calurosos, con carreteras y con fronteras internacionales. Son los caminos de Huehuetenango los que conectan a la selva con la cima de la sierra, a Guatemala con México, al pasado y al presente provocador. Son estos caminos no solo la formación que hiere y altera la tierra, sino la horma de los pies de los días pasados, la ruta de lo que queda por recorrer. En Huehuetenango todos los caminos en algún momento y en algún lugar llegan a la base de la montaña para ascender por la sierra; parece que llevan al cielo, pero antes pasan por otras partes, unas más sublimes, otras sórdidas y olvidadas. Nuestros pies son los moldes de esos caminos.

Los caminos del tiempo y la memoria

Cuando por primera vez, como estudiante de arqueología, pude poner mis pies en los pueblos de los que hablaba Adrián Recinos vi un Huehuetenango a color muy diferente del que idealicé desde la ciudad de Huehuetenango leyendo la Monografía.

Era un mundo vibrante y moderno.

Junto a la iglesia blanca y vieja, el edificio de azulejo y vidrio oscuro. Junto al huipil majestuoso, una hilera interminable de pacas. Junto al mecapalero, el enorme camión. Muchos eventos y procesos han provocado enormes cambios en los pueblos del departamento. Pero las cosas esenciales permanecen, ninguna tanto como la memoria de lo que ha sucedido, que es también la expectativa de lo que puede pasar.

Simone Dalmasso

Por años me he dedicado a buscar historias sobre el pasado de este lugar. No solo las historias académicas de los libros o las de los registros de los archivos, sino también (y especialmente) las de la voz y el ademán, las del canto sonoro de la memoria de un grupo, de un pueblo, de una ciudad. Quizá porque soy arqueólogo ando pensando constantemente en todas esas cosas viejas del tiempo que nos han hecho lo que somos y que nos han permitido llegar hasta aquí. Estas historias de la memoria revelan una conexión culminante entre el pueblo, como entidad trascendental y atemporal, con la tierra, el paisaje, y los testimonios de la antigüedad. Muchos pueblos de Huehuetenango tienen en su cercanía un “pueblo viejo”, un sitio prehispánico en ruinas que es aclamado como la ubicación original de la comunidad. In illo tempore, en aquel tiempo que no puede tener fecha exacta, la imagen del santo patrón se apareció donde hoy está el poblado y donde antes no había nada. El pueblo viejo tuvo que ser abandonado y quedó en ruinas. El santo patrón no es originario del pueblo pero fue adoptado y domesticado por la comunidad; representa la personalidad del grupo, viste el traje maya y habla el idioma local. Los santos patrones revelan el carácter del lugar y las relaciones de amistad y hostilidad desde lo local. Así pues, la patrona de Huehuetenango, la Virgen de Concepción, y la de Chiantla, la Virgen de Candelaria, son hermanas; se visitan en los días de feria; la patrona de Huehue sale a recibir a la de Chiantla cuando ésta la visita en su día y se van las dos juntas para la fiesta.

Héroes locales y departamentales son recordados y reavivados en múltiples discursos. El héroe regional huehueteco por excelencia es Kaibil Balam, el mítico guerrero y gran cacique que defendió la sitiada fortaleza de Zaculeu de la invasión española hasta que tuvo que rendirse por el hambre que campeaba por la antigua ciudadela. Su figura aglutina: es el orgullo por un pasado glorioso.

En la escuela nos lo presentan escondido entre la niebla de la dignidad de la lucha y la nobleza de su sangre. Pero tengo la leve intuición que Kaibil Balam es una invención criolla salida de la prosa barroca de Francisco de Fuentes y Guzmán.

Su nombre ni siquiera está en el mam de estas tierras.

Algunos huehuetecos podrán quedarse sorprendidos con esta afirmación, porque pareciera que Kaibil Balam aún observa su ciudadela desde los montes abultados a los que huyó su espíritu indómito, según el historiador.

Uno podría pensar en estas historias del pasado y del presente como meras narraciones anecdóticas y pintorescas.

No lo son.

Ellas establecen conexiones profundas entre la trayectoria histórica y la modernidad arrolladora que necesita de todos modos regresar a estos lugares de origen, a estos personajes de personalidad colectiva para encontrar su sentido en el paisaje, en la historia, en el tiempo.

Los caminos del cambio y la persistencia

Cuando hablo de estas historias de santos, pueblos viejos y nuevos, y portentos, siempre me preguntan qué queda de ello con los acelerados cambios religiosos que ha experimentado Huehuetenango en las últimas décadas.

El departamento ha sido siempre un lugar atractivo para misioneros y agentes de conversión religiosa de todos los espectros. Alguien podría pensar que los cambios han trastocado estas narrativas del pasado prodigioso, pero he notado que estas historias siguen siendo memorias importantes, aunque los conversos las racionalizan y buscan para ellas explicaciones lógicas y mundanas. Los pueblos viejos siguen siendo visitados, ahora para cultos evangélicos, por ejemplo.

Simone Dalmasso

Una vez, hace poco tiempo, observé un ritual que me pareció lleno de belleza en la cima del templo principal de Zaculeu, la antigua ciudad milenaria de los mam. En el cuarto sin techo de este antiguo templo maya, un grupo de evangélicos de San Juan Atitán dirigía una sentida y fervorosa plegaria en mam a Jehová. Las mujeres lucían el huipil de fuego y cielo y se cubrían con hermosas mantillas blancas de encaje que caían hasta los pies. Los hombres, de pie, portaban sus sombreros de colores y el abrigo negro de lana basta sobre su torso; algunos con la Biblia en las manos, otros con las manos alzadas al cielo. La oración-canción rebotaba en los escalones de las pirámides de cemento de la plaza escasa de turistas y curiosos de Zaculeu.

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Sospecho que los misioneros ven en Huehuetenango la realización de la utopía de la sierra remota donde la mies es mucha y los segadores pocos. Numerosos grupos han llegado con las narrativas de la conversión y el cambio, quizás incluso desde antes que llegaran los misioneros dominicos en el siglo XVI. Testimonios del poder del ritual antiguo se encuentran por todas partes, en las plazas de Zaculeu milenario, en las ruinas dispersas de Chaculá, en las estelas lisas y los monumentales templos en ruinas de San Mateo Ixtatán.

Durante la época colonial hay reportes de movimientos de reavivamiento de la religión tradicional maya, de la persistencia del culto en los “cerritos hechos a mano”. A principios del siglo XX llegaron los misioneros evangélicos; luego los Maryknoll, la renovación carismática, los mormones, los pentecostales y neopentecostales. Llegaron los antropólogos y los arqueólogos, con su propia visión de la redención humana. También llegaron la guerrilla y el ejército a disputar almas remotas en un torbellino de sangre que dejó a Huehuetenango sumido en el recuerdo de una era aciaga y con heridas que aún están frescas por profundas y desgarradoras.

Personalmente no tengo recuerdos de la guerra, aunque nací en lo más cruento del conflicto en uno de los centros de la violencia. Crecí escuchando historias de lo que había pasado aquí y allá. Mi primer contacto con este mundo de violencia que tenía a las espaldas de la silueta serpenteante de Los Cuchumatanes lo tuve con los Hermanos De La Salle, quienes me formaron; ellos nos narraron el martirio del joven hermano Santiago Miller, asesinado en Huehuetenango justo el año en que nací. De adolescente, cuando estudié la carrera de Magisterio en el Colegio De La Salle conocí a muchos hijos de la guerra. Eran estudiantes que venían de los pueblos, como se le llama en Huehuetenango a todos los municipios que están más allá de la cabecera y de Chiantla. Querían, como yo, ser maestros. Algunos contaban su historia de violencia y desplazamiento. Algunos también callaban.

Simone Dalmasso

Los cambios religiosos se ven por todo el departamento. Y es que la religión muy pocas veces tiene que ver con creencias abstractas; la mayoría de las veces se las ve con acciones que tienen un efecto contundente y muy concreto en la vida diaria, en la rutina social, en el paisaje. Por ejemplo, recientemente viajé a la Laguna de Magdalena, un ojo de agua color turquesa espectacular que se ha convertido en un destino turístico de importancia. Para llegar a este borde de la meseta que de Chiantla cae a los valles de San Juan Ixcoy, se pasa por un páramo yermo de una belleza que cuesta describir, de rocas que emergen de la tierra creando formas fantásticas con los magüeyes y los cercos de fuegos de la flor de kniphofia. Por Tuinimá, tres templos (¿dos evangélicos y uno católico?). Uno junto al otro, los tres desafiándose entre sí. El cambio religioso también se ve materializado en los nuevos grandes templos católicos que han surgido en lugares como San Pedro Soloma y Santa Eulalia. Algún día los historiadores del arte se fijarán en este estilo arquitectónico de ventanales de vidrios polarizados y de concreto exagerado, símbolo de la opulencia de la remesa, y lo compararán con la hermosura simple y candorosa de las antiguas iglesias de San Miguel Acatán, Petatán o San Mateo Ixtatán. Estas iglesias coloniales, blancas y pequeñas, quizá raramente fueron usadas para el ritual católico ortodoxo durante siglos sino hasta la llegada de los Maryknoll. Ahí, junto a la mirada trashumante de los santos y las vírgenes, se gestó la religión maya que los etnógrafos encontraron en la primera mitad del siglo XX y que asumieron como el fósil de un mundo perdido.

Los cambios son vertiginosos y pulsátiles, pero persisten algunas de las cajas sagradas que conservan el misterio de los siglos pasados y el augurio de los nuevos. Cofres de los abuelos y las abuelas, bultos investidos del poder con papeles y artefactos sagrados que no pueden ser vistos por nadie, conservados por los alcaldes rezadores tradicionales que suben a los cerros y queman incienso frente a viejas cruces desgastadas, pidiendo por todo el pueblo, por la comunidad.

Los caminos del migrante

Mientras crecía en Huehuetenango, en los años noventas, los huehuetecos de la ciudad veíamos pasmados la llegada de la modernidad con la construcción de enormes edificios de varias plantas. Estos edificios a mí me parecían (y me siguen pareciendo) horrendos: eran ostentosos y opulentos, enormes cajones de vidrio oscuro y concreto sin gracia. Hermosas casonas de tres patios, cornisas, y techos de dos aguas desaparecían de la noche a la mañana para dar paso al estilo de los dólares que venían de fuera y a las ideas de progreso de quienes regresaban del norte o mandaban dinero desde allá. Había llegado la arquitectura de remesas.

Simone Dalmasso

En paralelo proliferaron los bancos. “¿Tanto dinero hay en Huehue?”, escuché preguntarse a muchas personas. Abundaron los carros, las motos; el caos. El dinero circulaba pródigamente en Huehuetenango; era el dinero de las remesas, del narco, de los coyotes, del tráfico ilegal de personas. Era también el dinero limpio de la gente trabajadora que aprovechó el auge del emporio comercial en que se convirtió la ciudad de Huehuetenango a finales del siglo XX de la mano de la migración hacia los Estados Unidos.

Pronto el estilo de remesas –no solo el arquitectónico, sino el estilo de vida– se estableció en la sierra, el Cuchumatanes norteño style.

Cuando uno va llegando a Todos Santos Cuchumatán, descendiendo por el enorme cañón que de la cumbre conecta a la parte cálida occidental del departamento, empiezan a aparecer las casas norteño style que en su decoración alternan la bandera de los Estados Unidos con la de Guatemala. Las puertas y ventanas de estas casas, como bonitos güipiles de madera, están decoradas con diseños de flores de muchos colores. Hay en estas fachadas soles, jaguares, lunas, estrellas, plantas, leones. Recuerdo haber visto también en el cementerio de Todos Santos panteones pintados con la bandera estadounidense. Hay un discurso aquí que tiene que ser todavía entendido y apreciado, uno de la insuficiencia de la propia tierra para alcanzar la felicidad, de la búsqueda de lugares distantes para el sustento, del destierro voluntario, de la familia lejana y separada, de la muerte y la tragedia de quienes se fueron y no regresaron.

Es un discurso también de la prosperidad, del sacrificio y la astucia, de la satisfacción de tener lo que nunca se tuvo, de un terruño que se quedó precario por la violencia, la pobreza, el abandono.

Esta migración ha cambiado no solo el paisaje del departamento sino también su composición demográfica. Durante años, aldeas y pueblos se quedaron sin jóvenes varones. Luego migraron los niños también, muchos siguiendo un nuevo ritual de paso a la adultez. En los Estados Unidos hay enormes y consolidadas “colonias” de mayas q’anjob’al, popti’, akateko. Estos huehuetecos en la diáspora celebran a sus santos patrones en los días de feria con despliegues galantes de la vestimenta tradicional maya, con marimba y son. De allá mandan videos de la feria para sus familiares de Huehuetenango y viceversa. Es la fuerza de la memoria del lugar de origen, de la lengua, de la tradición.

Desde los años ochentas, numerosos huehuetecos han partido al norte migrando en busca de algo que aquí, en estas montañas, no encontraron. Muchos, como Diéguez Olaverri, partieron huyendo de la muerte. Otros creyeron en una promesa de un mundo mejor en un lugar lejano que lo era menos que el lugar donde nacieron y crecieron. Huehuetenango está tan cerca del cielo y tan lejos de todo, abandonado en muchos casos a su suerte en un lugar donde el Estado está por mucho ausente en aquellas cosas esenciales para la vida de sus habitantes. Valga el ejemplo de la desastrosa Carretera Interamericana que es una metáfora muy concreta de lo difícil que es llegar y salir de este departamento.

Simone Dalmasso

Antes de la migración masiva a los Estados Unidos hubo una migración forzada a Chiapas, México, para salvar la vida de la muerte que asaltaba la sierra. Los refugiados guatemaltecos vivieron allá el exilio en un territorio que había sido dividido cien años antes por una frontera internacional. Con el retorno de los refugiados vinieron también guatemaltecos nacidos en México, una juventud bi-nacional. Cuando trabajé documentando ruinas antiguas en Nueva Esperanza Chaculá, una comunidad de retornados a Nentón que se asentó en la antigua finca propiedad de un alemán en el siglo XIX, observé las cosmologías de este lugar narradas en el mural que decoraba el exterior de la escuela: un grupo de caminantes acosados a su derecha y su izquierda por hombres con uniformes verde oliva y de camuflaje, un camino hosco anunciado por un letrero que dice “México”; dos niños inventando quimeras de marimbas, guerreros y güipiles. Luego, un caminito amarillento serpentea entre montañas azules; sobre el caminito va un bus amarillo con una gran pancarta que dice “RETORNAMOS”, caritas alegres salen de las ventanas del bus; el camino del retorno acaba frente al dibujo de la vieja casona de la finca, frente al dibujo de la ruina de una pirámide con sus escalones antiquísimos. ¡Retornaron!

Los caminos del recuerdo propio

Escuchar a Carlos Navarrete disertar sobre su legendario viaje por Los Cuchumatanes en los años setentas es una experiencia conmovedora. Siempre que él habla de ello menciona lo feliz que fue caminando los caminos de Huehuetenango haciendo una arqueología de bajo costo pero de mucha felicidad. Dice Navarrate que él no desea regresar a los lugares donde fue feliz. Frecuentemente medito en este expreso deseo del no-retorno a los lugares felices porque de repente lo encuentro inconcebible en mi propia búsqueda del lugar y del tiempo de la felicidad desde el recuerdo. Cada vez que regreso a Huehuetenango siento esa necesidad enorme de volver a los escenarios que me han hecho lo que soy: la casa de los abuelos en El Calvario, los cerros fragantes de San Lorenzo, el prado milenario de las ruinas de Zaculeu, el camarín de la Virgen de Chiantla, la pequeña biblioteca de mi padre.

Camino por las calles de la ciudad de mis ancestros, entre un alboroto de ventas callejeras, autoparlantes y campanas. Me parece un lugar tan distante y tan foráneo, otro lugar. Se me viene entonces el mantra de Naverrete: ¿para qué volver a dónde fui feliz? Me respondo, altanero, que porque no hay otro lugar si el lugar de la felicidad es aquel donde fluye la sustancia nutricia de quienes me han amado y se quedaron para siempre aquí, en esta tierra para ser humus de la memoria, de mi memoria.

Huehuetenango para mí es el depósito inacabable de mis recuerdos, como una enorme biblioteca con muchos libros escritos sobre una niñez de felicidad y una adolescencia de tormento. He vivido lejos de esa tierra pero he querido volver, voluntariamente, numerosas veces. Los lugares de felicidad incluyen el recuerdo de la habitación de la abuela Juli, iluminada por el cuadro del Niño de Atocha que ahora atesoro en mi habitación de mi casa de Huehue, los anocheceres en el bosque de Quiaquixac contando estrellas con mi padre o esperando a que salga la luna, el sonido de la voz de mi madre que aún canta (desde otra dimensión) por el corredor de la casa, el jardín de Rosario, el reloj de la torre marcando los cuartos de hora a destiempo. Aparte de ese Huehuetenango mío, el de un ladino de la ciudad que camina las montañas, está el que he compartido en el camino con muchos otros, el que me ha abierto los ojos a la realidad más allá de la seguridad del hogar caluroso, el que me deja ver su pasado de oblación; el que me habla de un camino que es una tormenta, que es una lucha de todos los días.

Simone Dalmasso

*

Ya va a terminar la tarde y quiero ver cómo se iluminan Los Cuchumatanes con la luz del ocaso. Abro la puerta de la casa y me enfilo por el callejón que da a la Calle Real del Hipódromo, hoy llamada la Calle del Estadio. Al fondo, Los Cuchumatanes brillan con sus siluetas de culebras que se van a dormir porque ya les cae la noche. Caminos van y caminos vienen, por la imponente muralla de la montaña huehueteca. Cuántas ganas de caminarlo, de pasar por ellos y de que ellos pasen por mi destino.

De fondo, el cielo lleno de estrellas incipientes.

No sé por qué siento tristeza.

Me acuerdo de los últimos versos que escribió para estos montes el poeta desterrado:

Dormid, oh mis amigos
dormid, dormid en calma
que las brumas en el alma
¡ay, ay! las llevo yo”.

El cielo es la consumación de los caminos.

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