La política —agrego con menos elegancia— puede ser también la práctica de lo necesario. Porque quien se mete a política piensa que procura lo indispensable. Esto no habla de la legitimidad de sus intenciones, solo del impulso que llevan. Tan indispensable veía Gandhi conseguir independencia como Stalin el control.
Ese sentido de necesidad lo abarca todo. Alcanza a la persona del político. En dictadura, Pinochet creía ser indispensable. Insistió en ello hasta que más de la mitad de la gente pudo decirle «¡no!». Y en democracia, Churchill volvió como palomilla a la llama, una y otra vez, por procurar el poder.
Lo necesario de la política alcanza hasta los costos y las consecuencias. Y este es el problema mayor. Lincoln entregó su vida por mantener la unión de su patria gigantesca y liberar a los esclavos. Y con sus contrincantes sacrificó por ello a tres cuartos de millón de soldados. Ríos Montt no solo creyó en la necesidad de defender su patria enana y de liderar él mismo esa defensa. Pensó que por ello cualquier costo era legítimo, así sacrificara para siempre su dignidad convirtiéndose en genocida, así acabara con miles de vidas y comunidades enteras.
Alejandro Giammattei sin duda cree que la política es la práctica de lo necesario y que sentarse en la poltrona presidencial es indispensable. Se pasó dos décadas en conseguirlo. Y sin duda cree que cualquier costo lo valió. Así haya debido cambiar tanto de partido como de camisa. O arrastrar las alianzas más oscuras. El fin justifica los medios, afirma con sus actos.
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Y así regresamos a Bismarck. Entendemos por qué él es un gigante y yo apenas comento. John Lewis Gaddis explica lo que el líder prusiano quiso decir: la estrategia no es solo buscar lo que se quiere, sino también reconocer que los medios siempre acotan los fines. Restringen, sobre todo, las acciones y las decisiones posibles. Porque la intención —la resulta que consideramos necesaria— es infinita. Pero los recursos para alcanzarla siempre son limitados. Quien no lo entiende fracasa tarde o temprano. Por eso hoy es el primer día del resto de nuestras vidas. Y lo que valía hasta el minuto antes de abrirse los puestos de votación ahora ya pasó.
Con eso dejamos al nuevo ganador refocilándose en su acceso al poder. Dejamos a sus empoderadores como responsables principales de lo que vendrá. Aunque, cuando pase igual, insistirán en que lo malo es culpa nuestra. Saquemos mejor la lección para nosotros: para la ciudadanía. Porque lo que va para el cura igual es para la iglesia.
Si creemos que la política es la práctica de lo necesario, estamos fritos antes de empezar, sin siquiera llegar al 14 de enero. Ya perdió quien piensa que resistirá por sí solo los embates de un probable gobierno autoritario disfrazado de democracia. Nunca habrá tenido oportunidad quien quiera convocar independientemente los votos para derrotar una maquinaria partidaria aceitada a base de mucho dinero y que ahora pasará cuatro años parasitando el erario. Recibirá un baldazo de agua fría quien asuma que con la sola protesta basta. Y se lo dará la misma gente en la calle.
A siglo y medio de distancia resuena con acento alemán: la política es el arte de lo posible. Recuérdelo antes de lanzarse a denunciar a sus representantes por supuestas traiciones. Porque lo posible hoy es trabajar con un gobierno electo, no con el gobierno que quisiéramos. Que, ojo, no es igual que trabajar para él. Y reconocer que en el Congreso —un congreso dominado numéricamente por la muy perdedora y tramposa UNE— hay una clave importante. Esto no exige regalar el voto, menos aún vender el alma. Pero demanda reconocer que la política es negociar con sagacidad para conseguir lo indispensable a la escala de lo posible.
Porque lo indispensable hoy es superar 65 años de traición de élites económicas, políticas y militares que prefieren quedarse en lo más pobre del ser antes que compartir el país. Que prefieren ser los primeros de los cobardes, aupar a los traidores y legitimar a los incompetentes antes que compartir la prosperidad y la responsabilidad. Y lo posible hoy es aliarnos con quienes quieren algo —no necesariamente todo— de lo mismo que nosotros: justicia, democracia, ciudadanía, desarrollo y buen vivir. Reconozcamos, entendamos: nuestras intenciones son infinitas, pero alcanzarlas exige apreciar que nuestros medios son limitadísimos. Debemos usarlos bien.
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