Guiades por una serie de preguntas –invitaciones para la indagación– presentadas por Ana María Cofiño y Alejandro Flores, editores del libro, las exploraciones que fueron re/emergiendo generan, en su encuentro, resonancias que ahora invitan también a quienes nos lean a hacerse parte de la conversa, para que sigan surgiendo formas alternativas de devenir en este mundo (post)pandémico desde esta ya compleja localización. Muchas de las preguntas que se plantearon y que los textos amplían no pueden responderse teóricamente (como si la teoría y la práctica pudieran separarse en algún caso) pues lo que suceda depende de nuestra propia existencia: de las maneras en que nos relacionamos entre humanos y más que humanos (diversas materias que incluyen a la tecnología) y de lo que de ello se manifiesta como expresión material en el universo, esto es: responsabilizándonos.
Desde un encierro caracterizado por la re/producción de sistemas de control y disciplinamiento, constitución de límites de todo tipo, fueron ya re/surgiedo formas alternativas de materializar espaciotiempos desde el flujo de la vida cotidiana. Estas trajeron consigo renovadas activaciones de la sensibilidad, intensidades afectivas, necesidades y disposiciones sensoriales, como el atento proceso de elaboración de pan de masa madre de Mariel Aguilar-Stoen; el cuidado del jardín y el cultivo de un huerto urbano por las manos de Rosina Cazali; la resignificación del silencio desde el balcón de Anabella Acevedo; y la exploración de los sueños de Jeraldine del Cid. Pero también el acompañamiento de Wilfredo Orellana a «las poéticas de hospitalidad dinámicas, efímeras, mutantes… que [re/generan]… formas diversas de habitar y morir en estos mundos» de les migrantes y la exploración de otras formas del duelo, como amorosidad en el caso de Yolanda Aguilar, o como la práctica encarnada de transformar el dolor en potencia afirmativa como lo ha hecho Alba Cecilia Mérida tras la pérdida de su compañero de vida mientras escribía el texto.
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La virusfera, como se refiere Marco Chivalán-Carrillo a la atmósfera pandémica, da paso también, desde «un feminismo no humanista sino multiespecie» a pensar en la mascarilla como un muro de contención diseñado para proteger y por ende remarcar lo que cuenta como humano. Karen Ponciano nos recuerda que los «mecanismos de defensa y estrategias de gestión para contener la propagación del virus» están entrelazados con la manera en que se materializan los «discursos de pureza e impureza, lo sucio, lo inmune, lo impune…». El hecho que durante la pandemia un gran número de empleadas domésticas se hayan quedado encerradas en condominios en zonas exclusivas de la ciudad de Guatemala, pero sin acceso a una mascarilla, o que hayan perdido su trabajo sin derecho a prestaciones, es una muestra de ello. Mérida también nos muestra, desde las largas colas del IGSS, la manera en que se organizaban los cuerpos y cómo aquellos que «garantiza[ban] la cuarentena de unos (…) no p[podían] protegerse». Los elevados niveles de toxicidad de nuestras relaciones de producción y consumo, de gobierno y de conocimiento, moldean, en el día a día, el mero tejido del mundo. Y ahora, como dice Anabella Acevedo, «nos volvimos expertos en la asepsia».
Las condiciones para que un virus como el SARS-CoV-2 sea letal dependen de un ordenamiento particular. Ponciano se refiere a una geografía colonial del cuidado ligada a cuerpos feminizados. Ensamblajes de violencias colonialistas, racistas y nacionalistas dispersas en el tiempo. Este plano, no obstante, no es fijo, ni está dado. Y es desde allí que se han propiciado interrupciones a ese orden. Los gestos de mecenazgo existencial como los de la olla comunitaria, que recoge Blanco, son un ejemplo de ello, así como la reconfiguración de los refugios en los que diversas especies pueden reconstituirse y acerca de que es posible aprender de las comunidades indígenas y campesinas, como lo subraya Chivalán-Carrillo. Como escribe Alba Cecilia Mérida, «la pandemia vino a profundizar las violencias y desigualdades». Pero también la contundencia de esa evidencia generó rupturas. Como lo recuerda Ponciano, en los bordes también se da la construcción de espacios paradójicos, propiciados por una diversidad de mujeres que cultivan de distintas maneras las tareas de cuidado. Partiendo de un cuestionamiento de lo ordinario, estas «geometrías de la diferencia y de la contradicción» posibilitan formas de re/habitar otros lugares en medio de la devastación.
Este libro constituye un polilogo entre autores (y no sólo) que se sigue desenvolviendo. La re/activación de agenciamientos colectivos con humanos y más que humanos nos recuerdan que, en las palabras de Donna Haraway, «o devenimos-con o no devenimos en absoluto». No se trata ya de pensar desde una incertidumbre tierna, como la llama Foucault, citado por Dávila, que gira en el mismo campo de la esperanza, la espera muchas veces pasiva. Sino de notar, con Mérida, que «necesitamos desestructurar todo lo aprendido desde el pensamiento... capitalista, extractivista, donde se cimienta el desprecio a la vida… Reinventarnos… para vivir en este planeta que también agoniza» y, con Chivalán-Carrillo, seguir experimentando maneras de «vivir juntas, humanas y no humanas en este cronotopo [post]pandémico». Como evento, encuentros y múltiples afecciones, este libro amplía ya nuestras capacidades de obrar activando. Las mutaciones son múltiples, así como los procesos de desterritorialización ya en marcha, aun cuando nos parece que todo ha vuelto a la normalidad.
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