No es una de las personas que habitualmente me llama y eso me inquieta. Por lo general la gente no llama solo para saludar. Son malas noticias, pienso.
En efecto, son malas. O más bien, según desde donde se mire. Me comunica que mataron a Cabral. De entrada me llama la atención que se refiera a él como Facundo, así nomás, como si fueran amigotes que venían engrasando los ejes desde los 60´s. Sobre todo cuando yo sé que no era fan.
Lo primero que se me viene a la mente es la chumpa de cuero y las gafotas de sol ochenteras. Trato de explicarle que para mí, en lo personal, la muerte de ese señor es de poca consecuencia, que no lo conocía, que nunca me gustó su música y que la más fresca referencia que tengo de él es un pariente marihuano que le gastó el cromo a un casette oyendo “unas de facundo” cientos de veces como terapia para salir de un despecho de amor. “Tenía pero hace tiempo, ahora ya no tengo más”, retumbaba por toda la casa, que olía como a concierto de Bob Marley, que por cierto tenía poquitos años de muerto.
Trato de decirle que, en fin, una pena, pero nada distinto a la docena y media de muertes que hay diarias en Guatemala.
Pero no hay caso, mi interlocutor está fuera de sí. Está a punto de entrar en un paroxismo de esos que hacen historia en YouTube. Según logro entender, no le ofende tanto que hayan matado al trovador, su bronca es más por lo que está pasando en Guatemala.
Cuando vuelvo de nadar, no aguanto la tentación y rompo mi promesa de no mirar el Facebook. Un torrente de comentarios indignados inunda mi muro. Van desde los que no pueden soportar la desaparición física de Cabral, a los que le piden a ”diosito que detenga la maldita violencia en Guatebuenita”, hasta los que están convencidos que Guatemala se lo merece tanto, tanto, tanto.
Casi todos los comentarios tienen algo en común. Y no puedo evitar pensar en una vez que Luis Aceituno (¿fue Luis?) me dijo que los guatemaltecos aprendieron a manejar sus emociones y sus discusiones en las telenovelas. Por diosito que algunos posts y sus comentarios parecen sacados de los diálogos de Leonela o Topacio.
Están indignados, como cuando Seidner se mandó aquella cagada del chiste de que a las mujeres calladitas se les pega menos. Están indignados como entonces, pero a la enésima potencia.
Es decir, se indignan en Facebook y se rasgan las vestiduras en Twitter. Y, es lógico. Quejarse en el ciber espacio es más fácil, no cuesta nada y queda súper bien.
La siguiente comparación puede que sea burda, pero resulta. Los egipcios usaron las redes sociales como los gringos usan los anuncios personales de craigslist, es decir para contactarse, juntarse en la vida real y que sea lo que dios quiera. Mientras, los chapines usan Facebook como quien visita las páginas pornográficas: hay catarsis, pero nada más.
Viendo mi muro, más parece una sesión de chatroulette, una competencia para ver quién tiene la indignación más grande y dura. Y a cada comentario hay uno que le sigue que es más indignado, más airado, con un dedo acusador más dispuesto a señalar a todos los que se atraviesan. Ojalá me equivoque pero pinta a que no pasará del ámbito facebookero esta indignación.
Igual se indignaron cuando lo de Rosenberg y, un poco menos, cuando le sacaron el corazón a aquel maestro en el correccional de menores y, bastante menos, cuando los mareros violaron y descuartizaron a aquella niña de seis años en El Mezquital, y casi nada cuando aquel policía de finanzas descuartizó y quemó en un tonel a una patoja y luego la trató de sacar de un hotel de la zona 1, escondida en la caja de un televisor.
Pero, tan indignados como puedan estar, al final se les pasa. Puede que sea que más que el ánimo de cambiar las cosas, detrás de la indignación hay una necesidad de quejarse, de sacar esa frustración. Puede que sea un deseo de pertenecer, de estar en el grupo de los “buenos chapines” (somos más, recuérdese) que se preocupan, aunque sea un rato, aunque sea solo por Facebook. Puede que de veras estén indignados pero que cada día sale algo que distrae la atención, que trae nuevas olas de indignación.
Entre los indignados, la gente que taggea fotos de bolsas y zapatos en venta con el nombre de todos sus amigos, una amiga que me vive pidiendo que la ayude a cosechar unos elotes de mierda en Farmville (¿alguien juega eso aún?) y P. Landu y el Mindundi chorreando miel en sus muros (de veras, parece que un unicornio hubiera vomitado arcoiris en sus perfiles de Facebook), estoy seriamente pensando hacer una depuración y volver a la época en que tenía menos amigos. Menos amigos en Facebook. Porque en la vida real tengo pocos, pero los que tengo son más que suficientes.
Y seguro que cuando mi mamá lea esto tenga más que suficiente material para tirarme por la cara que le haya aconsejado que no siga viendo Noti7 en el canal Latino de su cable en Indiana, que no vea más cómo Luisito Pellecer le recita la letanía de muertos todos los días. Y seguro compra una tarjeta de teléfono sólo para llamarme y decirme que soy un hipócrita por criticarle el malsano interés por Guatemala mientras me obsesiono en Facebook y las polémicas que se levantan como tolvaneras en Chapinlandia. La verdad es que Guatemala es como un accidente de carros o las operaciones en T.V., la mayoría de las veces da mucha guácala, pero uno no puede uno dejar de mirar.
El ajuste de cuentas con mi mamá llegará la próxima vez que nos veamos. En septiembre, seguramente. Ahora, acabo de verlos para la independencia. Hubo, como ya se hace costumbre, cerveza y costillas de cerdo y ensalada de papa y calor, mucho calor. Y cerveza.
Al final perdí mi vuelo de vuelta a Tejas, pero no por la cerveza o las costillas. Más bien es culpa de la foto familiar que nos tomamos cada vez que estamos juntos. Me tocó perder un día de trabajo y comerme una espera de 14 horas en el aeropuerto de Indianápolis.
Espero que la siguiente vez que nos veamos después de septiembre, para Thanksgiving, estén los chicos en la foto.
Por el momento, esta es la foto de familia. No es todo, pero es bastante más que lo que ha habido en los últimos años.




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