El negro es, en este momento, un sheriff blanco de Alabama, detrás de él hay una persona cuya raza no adivino porque está vestida con una toga del Ku Klux Klan y yo, en ese momento, soy un negro que ha ido a registrarse para votar.
Y pensar que yo iba a calentar un mi chomín de pollo que me hice anoche para almorzar hoy en la cafetería del diario donde está mi oficina cuando me preguntaron si no quería participar en un ejercicio en el cual, en una especie de reconstrucción de los hechos, muestran cómo era el proceso de empadronamiento poco tiempo después de que se permitiera que los negros tuvieran derecho a votar.
No sé por qué, pero me dio miedo. Supongo que estaba reconstruyendo dentro de mí las veces que me ha intimidado un policía armado con garrote, pistola o fusil en tantos lugares distintos a lo largo de los últimos 30 años.
El negro que hacía el papel de sheriff blanco nos gritaba, nos insultaba, nos tenía sentados en áreas distintas del salón. La idea era mostrarle a la gente, negros, blancos y latinos, cómo era ser negro o mexicano en los años 60.
Cuando termina el ejercicio nos dan almuerzo. Los “blancos” comen primero. Luego, nos dan permiso a los “negros”. Yo decido no quedarme a comer con ellos y regreso a mi oficina. Quiero un momento para pensar en lo que pasó en Totonicapán la semana pasada.
Y quizá sería el momento apropiado para indignarme y rasgarme las vestiduras hasta que mi camisa y pantalones quedaran convertidas en una inmensa guaipe. Probablemente sea ocasión de acusar al gobierno de militarista y genocida, y pintar a Otto Pérez como un chafarote sanguinario que salió a matar a los hermanos mayas. Denunciar que fue la primera masacre del Genocidio 2.0 sería tal vez lo más oportuno.
Pero me sabe a falso. Actuamos como si de pronto los chapines se volvieron racistas y como si de pronto el gobierno comenzó a actuar en contra de las poblaciones indígenas, cuando la costumbre de mandar al ejército a someter a los indígenas es una tradición más antigua que comer fiambre el día de los muertos y que promete ser mucho más duradera con lo caros que están los embutidos.
Que Otto Perez y sus ministros salgan a cantinflear diciendo que los soldados no iban armados, que sí iban armados pero que dispararon al aire, que sí dispararon pero es que estaban siendo atacados… que el ministro de relaciones exteriores les diga a los embajadores que ocho muertos, pffff, es moco de pavo y que haría falta mucho más para que sea una llamada de atención. ¿Se puede hacer un comentario serio sobre una actitud tan rabiosamente bananera?
Que en las redes sociales, los foros de las noticias referentes al tema en los diarios y las conversaciones de los guatemaltecos más informados haya una impresionante cantidad de interacciones ligeramente racistas, un poco racistas, bastante racistas y como sacadas de un concurso de comentarios racistas, tampoco es nuevo.
Todo eso es material para la anécdota, combustible para la indignación cibernética. El problema es más de fondo.
¿Será que el policía que le dijo a uno de los detenidos 'Indio, ¡Aquí te vas a morir!' se volvió racista con la llegada de Otto Perez al poder y la instalación del genocidio 2.0?
Es mucho más fácil culpar al gobierno de turno para no ver el problema de fondo. Hay una parte de la sociedad guatemalteca que necesita saber que el ejército aún está allí para repartir verga parejo en el momento que haga falta.
Hay todavía una parte de la sociedad que no entiende que en Guatemala la injusticia es insostenible; o más bien, que está tan consciente de que la injusticia es insostenible en el tiempo que solo puede dormir tranquila sabiendo que allí están el ejército y los antimotines para impedir que los “indios se salgan del guacal”.
Hay una parte importante de la sociedad que no logra decidir si siente más miedo, asco o desprecio por los indígenas, por los pobres y por todos los que se salen aunque sea un poquito del guacal, por toda esa gente tan pero tan diferente que intentar comprenderlos, ponerse en su lugar y ver sus puntos de vista resulta tan distante que es más fácil mandar al ejército.
Importante, digo, porque votan en los centros donde es más fácil votar. Importante porque financian campañas y ponen candidatos. Importante porque influyen sobre los diputados a la hora de hacer leyes que podrían modificar el lamentable estado de exclusión en que vive la otra parte de la sociedad guatemalteca.
Y me gustaría pensar que es algo focalizado. Que son unos cuantos chapines, capitalinos, adinerados, quienes hacen ruido en internet. Me gustaría pensarlo.
Me gustaría hasta que me toca la cita semanal con mi patojo. Por la mañana hablamos por teléfono y por la tarde nos juntamos en la playstation a hablar mientras nos dedicamos a matar gente en uno de esos juegos violentos que de tanto en tanto resultan ser los únicos culpables que un loco se meta a un restorán y mate a 30 personas.
El servidor nos mete un grupo de jugadores lleno de chapines. Por la forma que se chingan unos a otros, podría decir que se conocen. Aunque a los guatemaltecos les gusta chingar a los demás guatemaltecos, así que a saber si con cuates o no.
Las bromas, que comienzan con acusaciones mutuas basadas en lugares comunes como que si uno de ellos es tonto o que si el otro no sabe jugar bien, pasan de pronto al tema racial. En un momento uno de los jugadores está acusando a otro de ser “tan indio que habla un idioma indígena y que está casado con Rigoberta Menchú”.
De pronto comienza el juego y ya no puedo escucharlos más porque el sistema solo permite escuchar las conversaciones cuando uno está en el “lobby”, una especie de sala de espera antes de que comience el juego.
Supongo que a ellos les habrá parecido la cosa más normal y deseable del mundo que las fuerzas de seguridad hayan usado la fuerza en un hecho en que ocho personas murieron y otro montón resultó herido. Normal, porque no es nuevo que el estado de Guatemala, débil e ilegítimo como es, tenga que ir a imponer el orden fusil en mano.
Al final de cuentas supongo que para ellos como para los guatemaltecos que se mandan comentarios como “agradecidos deberían estar de que los mataron, así se libran de una vida de comer tortillas” y “merecido se lo tenían por andar tapando carreteras”, la relación con esa otra parte de los guatemaltecos raya en la esquizofrenia.
Por un lado sienten la necesidad, real y tangible, de que el ejército les tenga contenidos a cualquier costo. Por otro, para esa otra mitad de los guatemaltecos, los indígenas son seres irreales, caricaturescos, no-personas, casi como los muñecos de los juegos de video en los que no hay consecuencia cuando alguien les descarga el cargador de la ametralladora.
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