Se hace énfasis en las competencias del siglo XXI, que tienen que ver con la capacidad de adaptarse. Ser creativos para adecuarse a los cambios, innovar para evitar quedarse atrás en un mundo conformado por individuos en permanente competencia. Se habla también de la enorme responsabilidad que los nuevos profesionales afrontan, a quienes les corresponde estar a la altura de las reglas establecidas por el mundo laboral. No obstante, de lo que deberíamos estar hablando es de desobediencia.
En primer lugar, porque la educación no puede ser un mero proceso de profesionalización. Ello implicaría que su función se limita a responder a las exigencias de un sistema económico socialmente injusto cuando la educación debe ser un instrumento de cambio social. A la primera, Paulo Freire le llamó «educación bancaria». A la segunda, «práctica de la libertad».
Si enfrentamos alguna urgencia, esta es la de alterar no solo lo que pensamos, sino cómo lo pensamos, sobre todo desde la academia. Las disciplinas humanísticas pueden liderar, junto con los saberes extracadémicos, el nuevo cambio de paradigma: el fin de la hegemonía de cierto orden científico que ha confundido el conocer con el cuantificar, como lo expone De Sousa Santos. Hoy sabemos que no existe tal cosa como la neutralidad, sino que siempre hablamos, pensamos y aprendemos desde la localización y el posicionamiento, lo que significa que nuestros saberes son parciales, encarnados y cargados de emotividad. Esto nos permite preguntarnos quién es ese o esa yo que habla, piensa, siente y sabe. Más allá de la búsqueda de una identidad individual. Nos da la oportunidad de desvelar las experiencias, incluidas las vidas previas, que nos atraviesan; descubrirnos como comunidades y reconocer que, cuando hablamos —quienes tenemos la libertad y la oportunidad histórica de hacerlo—, hablamos también por otros y otras. Dicen que, cuando recuperamos nuestra propia historia, nos hacemos cargo de la sangre que llevamos dentro.
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Una vez que nos hemos situado, comprendemos que debemos cultivar la apertura a la alteridad, que debemos aprender a escuchar a otros más allá de nuestro deseo de comprenderlos, guiados por la confianza y la fe [1]. Esto nos puede llevar a encontrarnos en espacios adonde llevar nuestras preguntas y descubrimientos para «iluminarlos con nueva luz, especialmente con la nueva luz de la experiencia de otros» [2]. Ser desobedientes en este tiempo significa cuestionar los saberes que se nos presenten «des-corporeizados, abstractos o con pretensiones de universalidad» [3].
La desobediencia nos permite dejar de afanarnos por el futuro y encontrar otras maneras de pensar el presente, de ver las cosas más aparentemente sencillas y comenzar a hacer preguntas simples, algo valioso en tiempos difíciles de comprender. Así podremos evitar dar soluciones para generar aperturas y pensar afirmativamente, integrando la crítica y la creatividad, una como precondición de la otra.
Ursula Le Guin escribió que «la verdad es un asunto de la imaginación» [4]. Ese reto a la noción de verdad tiene más valor que nunca. La búsqueda de la certeza nos ha guiado erróneamente, pues promete una estabilidad que no existe y le cede el paso al estancamiento. Enrique Dussel nos recuerda que el criterio de la racionalidad no es la certeza, sino la afirmación de la vida. La desobediencia, desde la educación, es hoy una demanda ética.
* * *
[1] «“El otro” […] está fuera del orden del saber y la comprensión, se encuentra en el orden de la confianza, de la fe. Es necesario superar la idea de que entre la fe y el saber se da la misma relación que entre la probabilidad y la certeza». Dussel, E. (1973). «La exterioridad metafísica del otro». Para una ética de la liberación latinoamericana I. Argentina: Siglo Veintiuno Editores. Págs. 148-149.
[2] Dewey, J. (1900). The School and Society. Chicago: University of Chicago Press.
[3] Cabaluz, F. (2017). «Educación, racismo y descolonización. Actuel Marx Intervenciones 22. Pág. 155.
[4] Le Guin, U. K. (1969). «Author’s note». The Left Hand of Darkness. New York: Ace Books.
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