Este territorio que ha tratado de explicarse durante muchos años a través de la academia, la literatura y el arte, ha ido tomando, a lo largo de los últimos años, una ruta poética por la vía retrospectiva de sus orígenes a través de los caminos del mito y de un lenguaje que tiene mucho que ver con el canto. Esta ha sido, quizá, una manera de reconciliarse con el país que a la generación de posguerra le producía hartazgo, o un intento de buscar en las raíces colectivas aquellas que conforman las propias. Ha de ser eso, o quizá, la manía de inventarle nuevas historias a la cicatriz, una especie de esperanza oculta en que, tal vez, repitiendo esos inicios, diciéndolos de otra manera, algo de este presente que llevamos a cuestas se pueda enderezar.
Y cuando digo esto, pienso en el Códex de Luis Méndez Salinas, en los atisbos que hemos tenido del Pangea Muerte de Carmen Lucía Alvarado, en Teúl de Martín Díaz Valdés, en algunos textos de La memoria de las piedras de Marvin García, y ahora en Ixtab[1] de Eduardo Villalobos. Este último, una especie de crónica poética que tiene como protagonistas a una diosa precolombina y a los seres humanos que materna en un lugar sin nombre que, por sus señas particulares y cicatrices, reconocemos este. Ixtab, esposa del dios de la muerte, diosa de los suicidas, destinada, no a cortarles los hilos de la vida, sino a tejerles cuerdas hacia la salida, hacia la «gracia de no estar», como apunta el poeta cronista.
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Diosa de la horca, de la que da razón Diego de Landa en su crónica histórica de la Relación de las cosas de Yucatán. Eduardo Villalobos parte de su figura difuminada para construir un relato, para recrear un mito. Este va desde «el sueño profundo de Ixtab en el pecho del agua», la conciencia de su destino, su resistencia a seguir, su deseo de encontrar una salida y su relación con hombres y mujeres, miembros de una creación colectiva e inconclusa que fueron asentando su vida y supervivencia en la destrucción y la muerte en su ruta hacia multiplicarse, hacia ser a través del lenguaje, hacia la propia extinción que amenaza, pero que también promete.
A Ixtab, la destrucción y la muerte le llegan como presagios oscuros y silenciosos. A ella, le regala el poeta, la primera visión oscura de la invasión y la resistencia. El paso hacia un tiempo, hacia este tiempo, en el que dejó de ser nombrada, aunque siguió reinando la muerte en las aldeas arrasadas, en los cuartos de tortura, en la vida cotidiana. Los hombres mueren y la diosa canta. Y a aquellos que no los alcanza la muerte, pero les quema en su trayecto cercano, Ixtab los llama, les regala en sueños su promesa.
Ixtab de Eduardo Villalobos es un poemario que es a su vez un relato. Y es que me atrevo a pensar que así transita Eduardo por sus visiones. Él nos cuenta lo que ve, pero sus imágenes llegan como destiladas, como pequeños golpes de belleza. Villalobos es un poeta, pero también es editor, también es lector. Y eso se evidencia en su obra. Es un obrero del lenguaje, uno de detalles y acabados finos. Eduardo sabe pulir, sabe narrar y rebalsarse, sabe conmover.
Este libro, el cuarto que ha publicado, es un canto a este país, a su historia, a su tragedia, a su relación con la muerte, a su anhelo de vida conformado por pequeños momentos en los que Ixtab, en su omnipresencia, aunque sea por un instante, pueda descansar.
[1] Villalobos, Eduardo. Ixtab. Catafixia Editorial. Guatemala, 2022.
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