Me está relatando cómo llegaron unos hombres hace unos días a secuestrar a su hijo de dos meses de nacido, me cuenta cómo hace meses quemaron a su hija con amoniaco, cómo le pagaron a unos soldados para que golpearan a su esposo hasta que casi quedó muerto, me cuenta que vive con miedo, que su esposo está en el corralón de migración desde hace casi un año, que vive con sus suegros y que los que son responsables de toda esta tragedia son los primos de su esposo.
Al final, no queda claro lo que pasó exactamente esa noche. Le pegaron y se llevaron al niño. Horas después el bebé apareció frente a la casa en el jardín.
La mujer habla rápido y se empeña en destrozar la imagen de sus parientes. Hay algo, no sé, una oscuridad en sus ojos que me aterra. Me quiero ir cuanto antes y aún así dejo que corra la grabación casi media hora.
Se nota que no tienen dinero. Es una casa como tantas otras que hay en Socorro, una ciudad cercana a El Paso donde todo es polvo y calor. Afuera, no hay jardín. Solo tierra y polvo y unos matojos de grama que hace tiempo dejaron de hacer el esfuerzo y ahora sirven para recordar que el jardín, como el resto de jardines en cientos de kilómetros a la redonda, no han parido una flor en años.
Adentro las cosas que no fueron rotas o revueltas por los secuestradores, tienen una capa de ese polvo que cubre todas las cosas, dentro y fuera de las casas. Hay polvo en la T.V. -una grande, de rayos catódicos- y hay polvo en los muñequitos que montan guardia sobre el mueble de la T.V. Hay polvo en todos lados en esta región.

Cuando estaba buscando la casa, paré a preguntar a un vecino. De inmediato me pide mi tarjeta o mi identificación de periodista. No tengo ni lo uno ni lo otro. Me manda a la mierda. Minutos después, cuando hube encontrado la casa, el hombre detiene su carro delante de mí y se disculpa por haber sido descortés.
-Te vi pasar varias veces y la verdad es que con las cosas que están pasando, da miedo.
Le muestro mi carnet de prensa y le digo que perdone que no le haya mostrado mi identificación, pero estaba bajo el asiento.
- Mejor ten cuidado, no te voy a matar, no te hubiera matado. Pero tengo un arma…
No sé qué decir. El tipo se toca la cintura y creo adivinar el bulto de una pistola. Su hijo, sentado en el asiento del copiloto, ni parpadea. Digo un ¿gracias? que me queda más ridículo que irónico.
Arranca y su carro se hace cada vez más chico en medio de una fila de casas sin jardín.
Es curioso, pero hay veces que paso más miedo en este lado de la frontera que en Juárez. Es cierto que solo he ido dos veces. La primera a una marcha por la paz. La otra, el martes a entrevistar al jefe de la policía.
Es un ex teniente coronel del Ejército Mexicano. Es un tipo que se nota que no anda con tonterías. Entra a su oficina con un fusil de asalto a la oficina, lo coloca sobre una mesa detrás de su escritorio. Es un fusil con los cargadores hechos de un plástico semitransparente, que deja ver al menos tres docenas de balas dispuestas para lo que se ofrezca. Lo coloca perfectamente alineado con los dos bordes de la mesa. Se nota que alguien pasó años enseñándole orden cerrado y disciplina.
No sonríe, habla pausado y sabe medir cada palabra que sale de su boca. Es mucho más encantador que el torturador que describe el perfil de The New Yorker. Puede que sea que las cámaras de T.V. le recuerdan que está entre periodistas, puede que no se ha acostumbrado a nuestra presencia, puede que aprendió que los periodistas les encanta citar frases como “durante el día firmo papeles, pero por la noche me voy de cacería” y, seguro, sabe que la pregunta de “¿qué es tortura? ¿Qué considera usted como inaceptable, como tortura?” es una pregunta cargada que es mejor desactivar con una respuesta como: “búsquelo en el diccionario”.
No sonríe. En todas las fotos que he visto de él sale con ese rostro adusto de militar venido a jefe de policía responsable de calmar una ciudad tan violenta como Tijuana.
No sonríe. Termina la entrevista y tenemos treinta segundos de distensión, nos pregunta de dónde somos y una colega le pregunta de dónde es él.
-De Sinaola.
-¿De dónde en Sinaloa?
-De Culiacán.
-¿Ah sí? ¿Cómo le dicen a los de Culiacán?, pregunta ella para hacer conversación.
-No le voy a decir. Responde él, por instinto acostumbrado a las bromas sobre Culiacán.
-Lourdes, yo sabía que los Mexicanos son albureros, pero acabas de alburear al Jefe de Policía de Juárez, digo yo.
El hombre no aguanta más, se sale del personaje y comienza a reírse. Es una risa nerviosa, sincera, con gusto. Le tiro cinco fotos. Me hace el día.
A una nota que de por sí prometía, logré pegarle una buena foto.

Las cosas poco a poco van cuajando en El Paso, poco a poco me voy adaptando al trabajo y la vida en esta ciudad.
Con todo, me cuesta encajar tanta pobreza que hay en el condado de El Paso con la imagen de bienestar que tengo de Estados Unidos.
Más de este autor