Pero los verdaderos terroristas, aquellos que desde el poder mismo del Estado lo subvirtieron, no solo acusaron de terroristas y subversivos a los que se oponían a sus prácticas ilegítimas e ilegales, sino que, inclementes, los persiguieron a ellos y a sus familiares, amigos y todos los que en sus proximidades podrían encontrarse. En la defensa de los beneficios particulares que ese estado de cosas les producía, las élites política, económica y militar se coludieron e hicieron caso omiso de sus criminales prácticas.
Emma Guadalupe Molina Theissen era una de tantos jóvenes que, insatisfechos con ese estado de cosas, habían decidido organizarse para intentar cambiarlo. Sin libertades reales para hacerlo, debieron organizarse clandestinamente. Los gendarmes del Estado represor y terrorista, diciendo defender la libertad, conculcaban los derechos de organización, opinión y oposición de muchos. Retenida en un control militar por llevar documentos de su agrupación, no fue trasladada ante autoridad competente para responder por sus supuestas faltas, sino que fue secuestrada y conducida a una base militar donde, como ha quedado demostrado, fue sometida a crueles, infames y violentas torturas, incluida la violación sexual.
Identificándose entonces con cédula de vecindad a nombre de María Margarita Chapetón, su retención ilegal en la base militar de Quetzaltenango quedó materialmente demostrada al aparecer, entre los documentos personales requisados a Francisco Luis Gordillo para su detención en enero de 2016, un informe fechado en Quetzaltenango el 28 de septiembre de 1981, cuando él era jefe de esa zona militar. En el documento consta la detención el día anterior de María Margarita, en realidad Emma Guadalupe. No pudieron negar los acusados esa detención ilegal de la víctima, tampoco las torturas a las que fue sometida, por lo que quedó evidenciada su responsabilidad en dichos crímenes.
Felizmente para ella, las condiciones infrahumanas de su cautiverio le permitieron escapar, lo cual llenó de ira y rencor a sus captores, que para entonces ya actuaban como simples y viles delincuentes incumpliendo las mínimas normas de relación entre seres humanos y mancillando las más básicas reglas de su organización militar. Su represalia fue secuestrar a su hermano menor, Marco Antonio, de apenas 14 años, hecho que también ha quedado demostrado de sobra en el juicio. Cuánto darían hoy las hermanas y la madre del niño por que el muchacho estuviera vivo en algún apartado rincón del mundo, como dicen los defensores de oficio de aquel Estado terrorista y de sus criminales dirigentes hoy juzgados. Es solo de presentar las pruebas fehacientes de su existencia ante juez competente para que todo el sufrimiento de la familia se vea infinitamente mitigado.
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Pero Marco Antonio continúa desaparecido y la villanía de los acusados y de sus cómplices se incrementa al ellos negarse a indicar dónde pueden encontrarse sus restos. No resulta nada edificante ni meritorio para un Ejército que sus oficiales violen mujeres y secuestren y desaparezcan niños, pero lamentablemente la alta jerarquía actual y recién pasada del de Guatemala, en un pacto de silencio que más se asemeja a los pactos mafiosos, prefiere callar y ocultar la verdad que colaborar con la justicia, cuando crímenes como esos ya no se les pueden achacar.
El juez encontró culpables por distintas razones a cuatro de los cinco acusados, sea porque en la línea de mando tenían responsabilidad en los hechos, sea porque estos ocurrieron en dependencias bajo su total control y manejo.
Mucho esfuerzo tendrá que hacerse para alcanzar toda la verdad y recuperar la dignidad del Ejército de Guatemala, que incluye necesariamente encontrar los restos de este y de tantos otros niños secuestrados. Sin embargo, el juicio y la sentencia pronunciada por estos crímenes permiten pensar que parte del camino hacia una Guatemala justa y en paz comienza a recorrerse.
Hoy sabemos públicamente que los militares y sus cómplices de aquel entonces actuaron ilegal y criminalmente. Ratificamos como sociedad que esos crímenes no pueden quedar impunes, lo que nos permitirá mirar hacia adelante con dignidad y alegría, sabedores de que estamos construyendo consensos para, sobre todo, administrar democrática y abiertamente nuestros disensos sin que por discrepar se nos secuestre, torture o desaparezca.
Las condenas impuestas no llenan de júbilo a nadie. La sensación de que finalmente, después de casi 40 años, se ha hecho justicia al menos en parte tranquiliza a las víctimas y permite ver el futuro con dignidad, con la esperanza de que a otros no deberá sucederles lo mismo. El dolor, la angustia y el sufrimiento de esta familia y de todas las que tienen un desaparecido no se compensa ni borra con miles de años de cárcel de los perpetradores. Por ello debemos esforzarnos todos para que eso nunca más vuelva a suceder.
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