En primer término, si nos remontamos al origen de la humanidad, veremos que desde siempre y a lo largo de los milenios ha habido seres humanos homosexuales, bisexuales y heterosexuales. En la mayoría de los pueblos de la Antigüedad, así como en las grandes civilizaciones, la práctica sexual entre miembros del mismo sexo era común y corriente, aceptada por los habitantes como un hecho usual y producto de la decisión personal, por lo que no generaba ni controversia ni rechazo. Tenemos testimonios a través de gran cantidad de obras literarias, históricas y filosóficas. Entre estas, los Diálogos de Platón, por poner un ejemplo. También existen infinidad de representaciones en murales, vasijas, pinturas y estatuas.
Sobre este aspecto vale la pena reflexionar. En el mundo occidental, solo fue con la imposición del cristianismo como religión oficial del Imperio romano en el siglo IV d. C. que la heterosexualidad se convirtió en la única práctica sexual lícita. Recordemos que muchos de los preceptos de esta religión se derivan del judaísmo y, por lo tanto, del Antiguo Testamento. No ahondaré en este tema, pero sí agregaré que, cuando Jesucristo dijo «ama a tu prójimo como a ti mismo», frase que aparece en el Nuevo Testamento, él no especificó absolutamente nada sobre quién era o, en todo caso, qué características debía tener ese prójimo.
Así pues, la imposición de la heterosexualidad en el mundo cristiano, que se inició hace menos de dos mil años, fue sobre todo un mecanismo de control y de dominación hegemónica en una sociedad que se estaba transformando en muchos sentidos. Se pretendía eliminar de la vida cotidiana cualquier tipo de placer, sobre todo erótico, pues se consideraba que el cuerpo era el templo de Dios y que la única función de la sexualidad era la reproducción de la especie. Lo que se logró fue que, de la vida pública y relativamente tranquila y libre que llevaban, quienes expresaban su sexualidad de manera diferente pasaran a la clandestinidad, a ser perseguidos, señalados e incluso eliminados físicamente hasta extremos crueles y perversos.
En segundo lugar, para quienes argumentan que las prácticas no heterosexuales son antinaturales, la ciencia actual ha desmentido este hecho con creces. Cualquiera que tenga acceso a Internet puede buscar las diferentes especies animales que se reproducen a sí mismas sin compañero, como aquellas otras que solo comparten sexualmente con miembros de su mismo sexo.
En tercer lugar está el problema cultural. Lo sabemos, es un lugar común: somos producto de la cultura. Y la nuestra, según se ha visto, está estructurada de manera tal que lo masculino y todo lo que esto representa sea lo dominante. Para los guatemaltecos tradicionales, aceptar que los homosexuales, las lesbianas y demás personas en el espectro de la diversidad sexual tienen derecho a expresar libremente sus preferencias resulta inconcebible. Esto es así, imagino (trato de entender sus argumentos y el sentimiento que hay detrás de estos), porque aceptar la diversidad sexual implicaría que tendrían que admitir que el orden de las cosas está cambiando, que los privilegios que han tenido desde niños y desde hace milenios están en peligro, y porque simplemente tienen miedo. Por eso vociferan. Por eso se dan golpes en el pecho, se rasgan las vestiduras y presentan leyes a todas luces inconstitucionales. Por ello se oponen a la educación sexual, al aborto, a que las personas quieran decidir qué hacer con su cuerpo.
Bajo esta lógica, la del miedo, sus argumentos son comprensibles pero insostenibles. En la sociedad globalizada y tecnificada en que vivimos ya no es posible ocultar la realidad, que está a un clic de cualquier dedo curioso. El mundo está cambiando y tarde o temprano (ojalá más temprano que tarde) tendremos que reconocer que debemos estar al ritmo de los tiempos o que nuestra propia ceguera nos conducirá a la aniquilación colectiva.
Es inconcebible que, a pesar de estar en el siglo XXI, algunos piensen (y, peor aún, intenten imponer su manera de pensar al resto) como se pensaba hace más de 1 500 años. En el nuevo milenio, el reto es vivir y convivir no solo juntos, sino revueltos. Nos toca, como mínimo, aceptarnos en nuestras diferencias y luchar unidos por un mundo donde haya libertad, equidad y justicia.
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