Si tuviéramos que atenernos a una repetición de tiempos cronológicos —en distintas regiones geográficas—, parecería que el siglo XIV está sentando reales en Guatemala. Me refiero a esa centuria tipificada por el historiador suizo Jean-Charles-Léonard Simonde de Sismondi como «una mala época para la humanidad».
Esos tiempos se caracterizaron por la insensatez de los gobernantes, por las decisiones políticas de estos contrarias al provecho de los pueblos, por el comportamiento vulgar de personajes que debieron haber dejado una mejor huella en la historia y por la locura que primó en todos aquellos que detentaron una cuota de poder en cualquiera de los Estados de Europa. De esa cuenta, el colofón de ese período fue el mortífero impacto de la peste negra (en Italia y Francia especialmente), que, aunque imposible de evitar, pudo haberse mitigado mediante una mejor gestión de la epidemia. La cauda del desastre se personificó a manera de guadaña que descabezó a una tercera parte de la gente que vivía en la región comprendida entre la India e Islandia [1]. Sucedió entre 1348 y 1350.
Hoy el Estado de Guatemala está sufriendo una decrepitud muy similar a la decadencia que doblegó a los Estados europeos en el siglo XIV. Semejante caducidad, con los horrores que la acompañaron, le hizo creer a la humanidad que esa centuria había nacido para el dolor. La gente asumió, a causa del pensamiento mágico que prevalecía entre las multitudes, que el mal había triunfado en el mundo. Y ahora esa creencia cobró forma en nuestro país.
Razones hay porque, cuando vemos que un marero golpea salvajemente a una señora frente a su hija y que pocas horas después lo dejan libre, cuando nos percatamos de que a ese mismo marero lo lincha una turba enardecida haciendo justicia por su propia mano, cuando vemos a un diputado y a un viceministro insultándose en el hemiciclo (y convirtiéndose ambos en el hazmerreír de las masas), cuando escuchamos más y más mentiras acerca del cronograma de entrega de las vacunas rusas y cuando escuchamos al presidente decir que en su gobierno «la fe antecede a la política» (vaya usted a saber por qué razones), pues la capacidad de juicio se nubla.
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Se colige entonces que, ahora como antes, la capacidad de persuasión del mal es la misma. No deja santo ni títere con cabeza. Y durante esta pandemia está apareciendo como una fuerza excepcional con diferentes rostros. Entre estos encontramos las fisonomías del poder, del tener y del placer (hartamente conocidas), así como del engaño (como una nueva modalidad de sorprendente seducción). Empieza infestando a la persona, contagia después a la familia y luego a la sociedad y termina defenestrando al Estado.
En esa atmósfera, las personas que se meten a política sin estar preparadas académica, moral y éticamente para semejante tarea son pan comido para ese dinamismo. Los acomete por aquel flanco que el antropólogo Carlos Cabarrús, S. J., llama «fervores indiscretos». Lo define así: «Un fervor indiscreto que quiere decir “no discernido” es una cualidad tuya, una de las mejores, pero que desde fuera el mal espíritu te la comienza a inflar adulándote, haciéndote sentir importante, y te colocas por encima de las demás personas, te conviertes en juez. Juzgas a los demás desde tu cualidad inflada y actúas de manera prepotente. El resultado en la gente es como el de una vacuna: genera anticuerpos frente a ese tema que, de suyo, sería positivo. Ya no te quieren escuchar, como tú tampoco quieres oírlos…» [2].
De tales jactancias vienen ofrecimientos como el de aquel supuesto hospital (en el Parque de la Industria) para albergar a más de 3,000 pacientes y que tendría «el intensivo más grande y mejor equipado de Centroamérica». Promesas incumplidas y con una terrible cauda: en el momento de escribir este artículo, el número de 10,000 fallecidos en Guatemala por covid-19 ya se sobrepasó.
Entiéndase entonces: cuando un Estado entra en decrepitud, sus desgracias tienen raíces preexistentes. En nuestro caso, conocerlas a cabalidad nos permitirá discernir una manera fiable de arrancarlas, pues «con el diablo no se dialoga».
* * *
[1] Tuchman, Bárbara (1979). Un espejo lejano. España: Argos Vergara. Pág. 13.
[2] Cabarrús, Carlos (2006). La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. España: Desclée de Brouwer. Págs. 125-126.
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