Semanas antes de asumir el cargo, su hijo y su esposa aparecieron vinculados a un mecanismo de blanqueo de activos de los que aún no se ha llegado al fondo. Más recientemente, su más cercano asesor, presidente de su partido y nombrado ministro de la Presidencia, tuvo que ser separado del cargo por estar directamente vinculado al manejo ilegal de unos fondos públicos otorgados a su partido. Sin la más mínima vergüenza, los líderes del partido de Bolsonaro, con la posible aquiescencia de este, escogieron a varias candidatas a diputadas con el fin de trasladarles fondos para su supuesta campaña y luego usar ese dinero en gastos personales o de otros candidatos. La trampa se dio en varios estados, pero la más evidente y publicitada es la que su amigo, abogado y ministro llevó a cabo en Minas Gerais.
Ante la evidencia de los delitos, Bolsonaro destituyó a su ministro, quien parece que venderá cara su caída. Está por verse si su ministro de Turismo, denunciado por delitos similares, es también separado de su cargo.
La ultraderecha brasileña ha evidenciado en pocos días no solo su rostro más corrupto, sino también su inclinación por pasar pronto a comprar impunidad. Para ello está dispuesta a impulsar reformas que, castigando a los sectores populares, sean del agrado del gran capital y, evidentemente, de los grandes medios de comunicación, que comenzaban a retirarle el apoyo por su evidente vocación al uso indebido de los recursos públicos.
Bolsonaro y su séquito están urgidos del apoyo de Trump y de sus halcones. De ahí que, al estilo Jimmy Morales, se apreste a trasladar la embajada de Brasil en Israel a Jerusalén. Como Jimmy Morales y su aliado Álvaro Arzú hijo, acusan de todos sus males a la izquierda y consideran las demandas feministas cuestiones del demonio.
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Para quedar bien con el patrón, Bolsonaro ha decidido inmiscuirse en los asuntos venezolanos, cuestión que no le ha caído muy bien a la élite militar con la que cogobierna. Ella sí sabe de guerras y no quiere entrar en un enfrentamiento que puede complicarles alcanzar su principal objetivo: enriquecerse ilícitamente cuanto antes, tal y como lo ha hecho en los últimos años usando como pretexto las fuerzas de paz en Haití.
Las similitudes entre el presidente brasileño y el guatemalteco son enormes. Ambos justifican la tortura y la desaparición forzada, aquel con mucho más cinismo que el cómico que gobierna Guatemala, aunque acá Morales y los suyos hacen hasta lo indecible por impedir que la justicia condene a quienes han cometido crímenes contra la humanidad.
Morales y Bolsonaro se dijeron enemigos de la corrupción y construyeron su imagen y campaña electoral encima de esa demanda social, pero, llegados al poder, rápidamente han quedado en evidencia. Si en Brasil el propósito es pasar todas las empresas del Estado a las hambrientas fauces del capital transnacional, en Guatemala Morales ya no pudo hacerlo porque hace 20 años se dilapidaron los pocos activos que el país tenía. Ambos representan a los grupos que, opuestos a toda evidencia científica, son contrarios a la protección del medio ambiente, aunque allá, dado que la lucha por la conservación del medio ambiente ha sido más activa, el descaro en su puesta en manos de los depredadores es más activa y abierta.
En Brasil ha quedado claro, en poco tiempo, que la demagogia de los autoritarios no es una efectiva lucha contra la corrupción, mucho menos una propuesta efectiva para el desarrollo del país. Allá tendrán que soportarlos por largos cuatro años. En Guatemala, si no hay fraude electoral o imposición autoritaria, tenemos que soportar el moralato diez tortuosos meses más.
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