La foto fue tomada por un fotógrafo autodenominado profesional en el Parque Central, con el ahora llamado Palacio Nacional de la Cultura como telón de fondo. Muestra a cinco jóvenes vestidos formalmente a punto de asistir a una boda. Uno de ellos es el novio, y los otros cuatro, asumo, sus parientes o mejores amigos. Los cinco jóvenes están alineados equidistantemente, y frente a cada uno de ellos, agachado, vemos a un lustrabotas, trabajo usual del pobre y marginado urbano.
Que alguien se lustre los zapatos no es de por sí revelador. Lo revelador es, más bien, la puesta en escena, el performance mismo de la foto. A alguien se le ocurrió la idea. Alguien fue a buscar a los cinco lustrabotas y probablemente regateó el precio. Alguien dispuso las posiciones. Alguien decidió que los cinco jóvenes se lustraran el mismo zapato (el izquierdo), que los lustrabotas salieran de espaldas, que la bandera y el escudo aparecieran en el centro mismo de la foto.
Podría apostar a que a ninguno de los jóvenes, y ciertamente tampoco al fotógrafo, se le atravesó por la cabeza que la foto captaría inequívocamente toda una visión de la vida y de la sociedad guatemalteca. Supongo que sucedió algo similar a lo que Juan Carlos Llorca señalaba hace unos meses sobre el caso de las camisetas mandadas a hacer por los graduandos de un colegio privado con la inscripción «Fuck the Mayas». Es decir, nadie pensó que la foto captaría inequívocamente el clasismo racista de la sociedad guatemalteca, ese que de tan arraigado es parte de la vida cotidiana, de la norma, ese que es la norma.
Podemos suponer que, ya que los jóvenes de la foto van a una boda, sus zapatos ya estaban limpios. La relación, por ende, no es estrictamente comercial, sino utilitaria. A los jóvenes sonrientes se les percibe como individuos. Están de frente, se les ve la cara, sonríen, existen. Los lustrabotas, por el contrario, no se perciben como individuos, sino como masa: de espaldas, sin rostro, sin vida propia, meros instrumentos del goce y la alegría de los jóvenes. En la foto, el goce de unos es el resultado del trabajo y, sobre todo, de la invisibilidad de otros.
La foto retrata precisamente ese clasismo racista que se asume como parte de las reglas del juego, de la realidad, de la vida misma. Es el clasismo racista del que afirma no ser ni clasista ni racista. Y, de cierta forma, es cierto porque este clasismo racista es intrínseco a una mentalidad, a una visión de la sociedad y a una historia donde este tipo de actitudes, acciones o comentarios no son considerados clasistas ni racistas. En otras palabras, tenemos tan asumido que los chavos lustrabotas —así como los campesinos, las empleadas domésticas, los meseros de los bares y de los restaurantes, los guardias de almacén y los vigilantes, entre muchos otros— están allí para servirnos, para hacer que la pasemos bien, para satisfacer nuestros caprichos y alcanzar nuestras metas, que no nos damos cuenta de que nuestra forma de pensar, de ser y de actuar es estructural y profundamente clasista y racista.
Esto es precisamente lo que revela la foto: los jóvenes y el fotógrafo tienen tan asumido que los lustrabotas están allí para servirlos que no tuvieron ningún empacho en disponer de sus cuerpos, en hacerlos invisibles al posicionarlos de espaldas a la cámara e ignorarlos completamente, en pararse frente a ellos con actitud gozosa y triunfadora mientras se lustraban los zapatos y en finalmente postearlo en Facebook. La foto, como las camisetas, grita a los cuatro vientos que esta sociedad es tan clasista y racista que ni siquiera somos conscientes de que estamos siendo clasistas y racistas.
Claro, nada tiene de malo lustrarse los zapatos, pero la posición misma en la que esta labor se realiza pone al lustrabotas en una posición incómoda (agachado a los pies del que paga) que puede ser humillante dependiendo de cómo se le trate. Es parecido a quedarse cómodamente sentado viendo televisión con los pies sobre la mesa mientras la empleada doméstica limpia, barre y sacude. Por supuesto que se puede argüir que existe una relación comercial, pues tanto al lustrabotas como a la empleada doméstica se le (mal) paga por la labor que realiza. Pero entre la relación comercial y la humillación hay una línea muy fina, que pasa por reconocer la dignidad del otro incluso cuando y mientras realiza una labor pagada. Es precisamente eso, la dignidad del otro sin importar quién sea o qué haga, lo que el clasismo racista jamás reconoce. En el caso de la foto, los lustrabotas no son representados como sujetos dignos. El goce y la chingadera de la foto se dan gracias a y a expensas de los lustrabotas, pero ellos están en la foto sin realmente estar: de espaldas, agachados, humillados. Invisibles. Tan invisibles como los millones de guatemaltecos que, como bien señalaba Alejandro Flores el jueves pasado en este medio, son percibidos en el imaginario clasista-racista como siempre-ya muertos.
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