No es recomendable que altos burócratas y decisores bancarios y de remesadoras manifiesten el superoptimismo cuando el motor de ello no sea el de un balance comercial externo positivo. En tal sentido debiera impulsarse un acuerdo social para sensibilizar a los que deciden y a los que discuten asuntos del interés público sobre dos temas: primero, sensibilizar a tales actores sobre el lado humano y las patologías del problema; y segundo, diseñar un uso productivo de tal influjo, mientras llega, porque no será eterno. Guatemala sufre de la llamada «enfermedad holandesa», que explicaremos en otra columna.
¿Y a qué se debe el comentario?, resulta ser que en fecha reciente, Virginia Contreras, reportera del Diario de Centro América, el diario oficial, relató un evento titulado Perspectivas económicas 2024 para Guatemala, que fue parte de una actividad organizada por CAMEX, una cámara privada que promueve el comercio y la inversión entre Guatemala y los Estados Unidos Mexicanos.
Contreras reporta en X (Twitter) que el presidente del Banco de Guatemala, Álvaro González Ricci, destacó que se estima un ingreso por concepto de remesas de casi 22,000 millones de dólares. Pero, en cuanto a Inversión Extranjera Directa, el funcionario afirmó que se prevé un cierre de tan sólo 1,720 millones de quetzales. Si se hace la relación entre ambas variables hay una proporción de casi 13 a 1 entre remesas e Inversión Extranjera Directa.
La Inversión Extranjera Directa bien refleja la entrada de tecnología e inversiones en planta, equipo, fabricación y, por supuesto, empleo por parte de empresas que bien quisiéramos que estuvieran produciendo en Guatemala, como es el caso de las que lideran la cuarta revolución industrial: Amazon, Intel, Apple, Cisco Systems y otras no menos importantes.
En la medida que las mismas se asocian con capitales nacionales, la producción industrial se acrecienta y ello impulsa la dialéctica educación de la gente versus las inversiones productivas, empujando además las carreras tecnológicas en donde las ingenierías y las ciencias están en el centro de la formación de los jóvenes.
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Léase entonces que se trata de todo un cambio del modelo económico en donde la única universidad pública estatal y el Ministerio de Educación deberían estar pensando en un ejército de maestros capaces de educar en carreras tecnológicas, en lugar de las que proliferan también por doquier en la educación privada, que resultan ser carreras alejadas de los requerimientos del futuro y que están directamente vinculados a la cuarta revolución industrial.
Y pensar que todo ello se debe al acomodamiento de gobierno y empresarios con la masiva llegada de moneda fuerte. En efecto, cuando se produjo la última crisis de divisas en el período 1989-1990 se liberalizaron las tasas de interés, el tipo de cambio y la desregulación de la economía. El propio modelo económico que acompañó esta nueva aventura produjo un creciente desempleo, derivado también, entre otros factores, del aumento creciente del monocultivo y actividades extractivas, la pérdida de soberanía alimentaria y la concentración de servicios en el área metropolitana y algunas ciudades intermedias.
Vale aclarar también que el relativo auge industrial textilero que hoy también se aplaude, no es otra cosa que el relevo de la industria del sudeste asiático de la década de los 60. Es decir que, mientras el sudeste asiático, principalmente Corea del Sur, pasaba a la alta tecnología, algunos de sus grupos familiares se instalaron por aquí para seguir con su tradición familiar de prendas de vestir, aprovechando la cercanía con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
La urgencia de un cambio de modelo apunta a entrar de manera frontal en esos intentos, aún en el tintero de replantear el cambio industrial, vinculado a un esfuerzo de promoción de actividades productivas internas. Además, frenar la especulación que se observa en las brechas abismales entre operaciones bancarias para la compra de dólares frente a su venta, y también en las míseras tasas de interés que le pagan los bancos al ahorro de las familias recipiendarias de remesas, versus el crédito al consumo que los mismos cobran.
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