El golpe impidió que el general Ángel Aníbal Guevara, declarado ganador de elecciones fraudulentas, asumiera la presidencia. Para ese entonces, el país estaba sumido en la vorágine de la violencia desatada por la represión brutal al movimiento social y revolucionario.
Lucas García, cuyo jefe de Estado Mayor de la Defensa era su hermano Benedicto, se había constituido en jefe de un gobierno corrupto y criminal. La oficialidad resentía que los generales de la Caja Negra se enriquecieran a costa de la corrupción mientras ellos llevaban a cabo la acción militar de la contrainsurgencia planteada. Sucumbieron a los cantos de sirena de los eternos golpistas civiles, entre ellos Lionel Sisniega Otero, uno de los mascarones de proa de la invasión yanqui en 1954.
Como resultado de la asonada del 23 de marzo, asumió la jefatura de Estado una junta militar integrada por José Efraín Ríos Montt, en ese momento general en retiro y quien la encabezó, y los coroneles Francisco Luis Gordillo y Horacio Maldonado Schaad.
El golpe tenía como propósito asegurar el control militar, estrictamente hablando, de la estrategia contrainsurgente. La continuidad del ejercicio de gobierno mediante la sucesión de Lucas García por otro general comprometido en la orgía de corrupción impedía el logro de los objetivos estratégicos de los planes de combate. De esa suerte, al derrocar a Lucas García y a su cohorte, los guerreros del terreno tuvieron también el control central del aparato de Estado para culminar, a toda costa, el proyecto de combate a la insurgencia.
Un a toda costa que representó la continuación de los planes que derivaron en genocidio, en el arrasamiento de aldeas, en la persecución implacable de las comunidades en las montañas, en la búsqueda del aniquilamiento implacable del enemigo a pesar de que ese enemigo era en realidad la población a la que el Estado estaba obligado a proteger. La esquizofrenia de la estrategia militar convirtió a soldados y paramilitares en máquinas de violar y matar todo lo que respirara vida. En nombre de su autoasumido rol de salvadores del comunismo, enarbolaron la guadaña del terror al mejor estilo de Torquemada durante la Inquisición.
Hoy, cuando han debido enfrentar los juicios por sus crímenes, se yerguen como héroes de batallas fantasmas. Fantasmas porque, lejos de enfrentarse a otro igual, se ensañaron contra la población civil no combatiente. Violaron la propia legalidad establecida y se fueron por la tangente para saciar la sed de sangre estimulada en la escuela de guerra de la cual se graduaron con honores.
Decir que con Ríos Montt se inició el mejor gobierno es un chiste cruel y absurdo. Guatemala continuó, durante el régimen del ya sentenciado por genocidio, la noche de terror y violencia que no culminaría con el golpe de Estado que lo derrocó en agosto de 1983. El régimen de Ríos Montt fue la continuación institucionalizada de la guerra contrainsurgente, y no un eslabón perdido de bondad y buen gobierno.
La barbarie y la arbitrariedad que lo caracterizaron las patentizan los Tribunales de Fuero Especial, las diatribas del soliloquio practicado por Ríos cada domingo, los más de 500 cuerpos exhumados en la antigua zona militar de Cobán, las masacres, la tierra arrasada… En fin, el genocidio en toda su expresión.
La memoria no se pierde. José Efraín Ríos Montt encabezó un gobierno criminal que continuó la estrategia militar de la contrainsurgencia. No salvó al país de nada. Por el contrario, lo sumió más en el horror y en la sangría. La justicia, que aún camina en pañales, acabó por alcanzarlo aunque siga buscando tecomates para nadar en el mar de la impunidad.
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