En su mayoría son mujeres que emigran de sus lugares de origen y se concentran en la capital u otras zonas urbanas. Provienen de familias empobrecidas, muchas de comunidades indígenas, y comienzan a trabajar desde niñas. Pero en realidad no hay edad, pues muchas laboran hasta ser adultas mayores.
Es un trabajo que no garantiza los beneficios que representaría tener un trabajo propiamente dicho, aunque sabemos que, en general, las condiciones laborales en Guatemala son bastante precarias (trabajo informal, poca cobertura del seguro social, violación de los derechos laborales, etcétera). Ahora imagínese cuánto pueden empeorar estas condiciones para mujeres de escasos recursos, muchas de ellas indígenas, discriminadas por la sociedad, alejadas de sus familias, viviendo en la boca del lobo.
El hecho de que la mayoría de las trabajadoras de casa sean mujeres e indígenas influye mucho en su situación de explotación al punto de la esclavitud y la indiferencia de la sociedad y el Estado. El ser mujer las relaciona casi de forma natural con las tareas domésticas, casi como una función biológica, como producto de la construcción social. Este imaginario le resta la idea de ser un trabajo formal que deba ser regulado por el Estado. Además, al desarrollarse en el llamado ámbito privado, queda casi a discreción de los propietarios lo que pasa dentro de su hogar y es más fácil disfrazar la relación laboral. En estos espacios se establece, además, una relación paternalista. «Ella es como parte de la familia». Si es así, entonces ¿por qué querría demandarles otro tipo de derechos?
El ser pobres y además indígenas también tiene que ver con el imaginario de lo que en este país ha significado históricamente ser indígena: trabajo forzado y mano de obra barata. Algo similar a lo que les sucedía a los afrodescendientes en el tiempo de la esclavitud en Estados Unidos, que no eran vistos como personas ni como iguales, y mucho menos como sujetos de derecho. Solo que en Guatemala, a pesar de que ya no exista una política de esclavitud y de que se hable con corrección política, los principios y sus prácticas persisten, justificadas de cualquier forma.
Con el tiempo se ha ido dándoles más visibilidad a los abusos que enfrentan miles de mujeres trabajadoras en casas, aunque para las familias de clases media y alta que tienen la posibilidad de contar con estos servicios aún es un tabú. Estoy segura de que los acosos y las violaciones sexuales de los patronos y de los jovencitos de las casas son mucho más comunes de lo que podemos imaginar. También sufren bajos salarios, exceso de horas de trabajo (desde la madrugada hasta avanzada la noche), inestabilidad laboral, falta de seguro social, humillaciones, maltratos y agresiones físicas y psicológicas, todo ello inspirado en el racismo, el clasismo y el machismo tan arraigados en las guatemaltecas y los guatemaltecos.
Recuerdo que hace un par de años, cuando daba clases en un centro de IGER, donde la mayoría de estudiantes eran trabajadoras de casa, yo propuse a algunos otros compañeros maestros (de nivel universitario) brindar información sobre los derechos de las empleadas domésticas. Y uno me contestó: «No creo que sea buena idea. Los patronos de ellas se pueden molestar por que estemos dando este tipo de información y tal vez ya no las dejen venir a estudiar los fines de semana».
Se supone que el trabajo debería ser un medio de dignificación de la persona. El problema es cuando a la persona misma no se le reconoce dignidad, mucho menos derechos. Esta impunidad y venia tácita del Estado y la sociedad en pleno siglo XXI no se vale.
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