Con poca sorpresa escribo que estos últimos meses en los que he estado desconectado de lo que sucede en el país, mi existencia ha transcurrido de manera mucho más placentera. Todo lo placentero que puede resultar la liberadora sensación de descarga, desde un lugar y una posición concreta, de lo que sucede en el entorno que compartimos de manera desigual, porque algunos pagamos las cuentas y otros se quedan con las rentas. La cosa pública es demandante, no extraña la necesidad de políticos profesionales y lo natural y necesario que resulta el voltear a ver a otro lado, sea éste el ombligo o una pantalla. Desentenderse puede tratarse de un privilegio, pero también lo puede ser de su contrario, de la absoluta carencia (y en ese caso, desentenderse no sería la palabra adecuada). Pero cada vez más creo que también es lo deseable, un diseño institucional que provea la certeza y seguridad suficiente para que cada persona haga lo suyo.
Disculpen lo repetitivo, pero no ansío nada más que volver al oasis, a los lugares de refugio y generación, sean éstos los amigos, el deporte, el sol, los libros. Perderme en la novela de Proust que ahora llevo para leer en la piscina, aunque poco después me entre el sueño por la prosa preciosista, los anodinos chismes o las frases largas con sus metáforas infinitas. Estiro la toalla y pienso que en éste bochorno no aguantaré tanto, mejor buscar una zona con sombra porque, además, iré a correr por la tarde, aunque no sé por los casos de robo. Maldigo la ciudad. Mejor intento volver al camino de Guermantes en el que Marcel apenas empieza a andar después de no sé cuántas páginas por el camino de Swann y los vericuetos de su memoria. Suspiro acalorado. Coloco el marcador del libro y me seco sudor de la frente mientras el runrún de mi cabeza me sugiere salir temprano para evitar el tráfico, pues ese tiempo está tan perdido que ni Proust lo buscaría en ninguno de sus tomos.
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No es posible escapar del entorno. Así como no pudo Proust, con vida de salones sociales y reclusión por la enfermedad, escapar de la conmoción que significó el caso Dreyfus para la Francia de su momento, nosotros tampoco podremos, por más que lo imaginen nuestras peores distopías o por más que nos encerremos detrás de condominios, muros y rejas. Llegará el momento en el que habrá que salir y ver el resultado de décadas de políticas de la indiferencia, de una ideología mezquina e insolidaria. Abrir los ojos o al menos escuchar, por más encerrados que estemos, sobre la terrible tragedia que sucedió bajo el puente El Naranjo cuya responsabilidad estatal es innegable. Incluso, si nos desentendemos de todo y de todos, la soledad no deseada tocará la puerta como un malestar producido por la ausencia de otros. Y de alguna manera los problemas –como el cambio climático, movilidad urbana, inseguridad, soledad– exigen una mediación en lo político (distinto de la política).
Nadie ni nada es inocente, pues el entorno nos afecta y nosotros lo afectamos, tanto con acción como por omisión, aunque esto de ninguna manera nos iguala en responsabilidades. Es importante recordar que la realidad social se está continuamente configurando, incluso con nuestros sueños y deseos que expresamos. A lo lejos me lo recordó un episodio de Tangente en donde Félix Alvarado y Quique Godoy comentaban lo decisivo que fueron ciertos cambios demográficos para la sorprendente victoria de Semilla, pues se trataba de una clase media –ponderada no por ingresos sino por hábitos de consumo– con demandas y expectativas muy distintas. Y entonces pensé, mientras ellos seguían una conversación muy interesante, cuánto tiempo hemos sido esclavos de «eso no es posible Guate», presos de unas expectativas tan bajas que anteceden y condicionan el subdesarrollo material. Ciudadanos con sueños mutilados, cuyo desprecio por el estudio nos acostumbra a la mediocridad y la integra como si fuera nuestro destino. Pero otro país es posible, uno en el que nos olvidemos de la cansina canción ideológica, cuyo coro perverso repite que la respuesta es siempre reducir el gobierno porque «todo lo público es malo» y «todos los políticos son iguales». Nuestras expectativas, desde el plano de las meras posibilidades, configuran lo que denominamos realidad, por lo que limitarse a ser «realista» como sinónimo de mediocre es dar también la batalla de la posibilidad por perdida.
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