Tomar esta mortificante decisión no es cuestión de integridad, sino de realidad. Sabemos que es un hecho innegable que sucede y que muchas vidas se pierden.
Viviendo en el norte del país, fui al hospital público a visitar a una amiga que había dado a luz a un niño hermoso y saludable. Ella estaba en el área de maternidad, y en las camas de ambos lados había dos jovencitas de menos de 15 años. Una de ellas me preguntó si tenía saldo para hacer una llamada.
«¿Elvira? ¿Ahí está mi mamá? […] Comunicámela. Quiero hablar con ella. […] ¡Ay, Dios! [Solloza]. Mejor ahí la ayudás a tortear porque no voy a estar», dijo antes de cortar la llamada.
Margarita tiene 14 años, habla poco español, y la niña de la otra cama me sirve de traductora para que nos entendamos mejor. Entre lágrimas continúa:
«Es que mi mamá ya no quiere que regrese. Se enojó porque estoy embarazada y por eso tomé herbicida: porque lo quería botar o mejor morirme. Es de mi papá. El juguetea conmigo y también con mi tía Elvira, la mujer de mi tío Lipe, que se fue. Por eso estoy preñada. No quiero vivir así en mi casa, pero, si no nos dejamos, mi mamá nos amarra a un palo y nos pega. Dice que él es el hombre y que tenemos que hacer caso. Dice que ella no puede sacar hijos buenos, que yo tengo que tenerlos en lugar de ella, que él paga la comida y que por eso la Elvira y yo nos tenemos que dejar. Desde que llegó [Elvira], él ya no me agarra tanto».
Casi petrificada, todavía sin salir de la impresión, logré articular un par de palabras para preguntarle desde cuándo sucede eso. Ella me contó que desde que ella tiene memoria.
«Me da vergüenza con las mujeres. Como me vieron con encargo, me dicen “culo pelado” y se ríen de mí. Cuando me ven pasar a traer agua, se suben el corte, se destapan las nalgas para reírse en mi cara y enseñar mi vergüenza. También me dicen que es hijo de mi papá y que el niño me va a salir fenómeno. Me pongo a pensar que tal vez va a ser enfermo, como mi hermano [con síndrome de Down], y cuidarlos así cuesta mucho».
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A su corta edad, Margarita desea, más que nada en el mundo, irse a vivir con el hijo de un pastor que conoció un día que fue a vender tejidos al mercado de Carchá. Desde entonces se hablan por teléfono. Él le ofreció que su papá los va a casar. Entonces pienso para mí misma que, aunque el aborto parezca una atrocidad, tal vez sea una mejor opción a la realidad que le tocará y que aún no conoce. A Margarita la van a entregar en custodia al Estado para que este cuide de ella, para que la proteja.
Al menos eso dijo una enfermera cuando le comentaron que ella estaba comiendo frituras de maíz que tenía escondidas bajo el colchón a pesar de tener prohibido ingerir alimentos por las quemaduras provocadas por el veneno. «Déjela. ¡Pobre! Que coma lo quiera, lo que sienta que pueda comer. No solo siendo tan niña sigue en gestación, [sino que] en unos días se la llevan».
Aunque no nos guste hablar de aborto, pasa. Lejos de ser una cuestión de moralidad o de conciencia, es cuestión de reconocer que dichas decisiones se toman más allá de esa disputa. Es necesario tocar el tema aunque nos duela. Debemos buscar las medidas legales que nos permitan garantizar que no se seguirán perdiendo inútilmente las vidas de tantas jóvenes.
Pepe Mujica, expresidente de Uruguay, afirma: «Legalizar [el aborto] nos da oportunidad de reaccionar como sociedad y de favorecer las condiciones para garantizar que se brinde el respaldo para mejorar o superar situaciones, en lugar de dejar a las mujeres aisladas hipócritamente en medio de su desdicha. Tenemos que hacernos cargo para intentar salvar la mayor cantidad de vidas posibles».
Es cuestión de sentido común: nadie disfruta de hacerse un aborto, pero sucede. Mujeres de todos los estratos sociales se ven en el martirio de tomar esa decisión en la clandestinidad.
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