Es también una historia de mujeres, una historia distinta sobre el arte como nos ha sido enseñado y sobre cómo podemos abrirlo a otras posibilidades y una historia acerca de la memoria. Todo ello, como ensamblaje necesario donde cada una de las capas de la narrativa posibilita a la otra. Ampliamente celebrada por capturar la mirada femenina, opuesta a la mirada masculina que caracteriza prácticamente a toda la historia del cine, esta película, ganadora de un premio Cannes al mejor guion —y dentro de los límites que para nuestra mirada constituye su localización—, puede brindar lecturas aún más amplias, incluso posibilitar otras miradas.
Son varias las escenas de la película que interrumpen la manera como las imágenes hechas producto nos han acostumbrado a ver y a vernos, sobre todo a las mujeres, mientras que el guion está nutrido de afirmaciones aparentemente simples, pero capaces de volcar las lógicas dominantes. Así, la memoria suplanta a la posesión, la intimidad a la mistificación, la implicación a la disección, la colaboración a la observación… En una de sus escenas, las protagonistas —tres mujeres provenientes de realidades diversas— comparten la lectura de Orfeo y Eurídice intentado dilucidar en conjunto su significado y vaticinando, quizá sin saberlo, el destino de las tres: la memoria. Estas tres mujeres también comparten experiencias cotidianas que, si bien no son universalizables, sí están constituidas por elementos comunes a las vidas de las mujeres: el intercambio de saberes fuera de los espacios establecidos para ello, la relación con la naturaleza a partir del arte del cuidado, la intimidad de los espacios en los que el cuerpo nos pertenece y somos capaces de decidir sobre este… La naturalidad con que estas prácticas suceden, ante una cámara que no invade ni atestigua, sino que forma parte del encuentro, rehúye las habituales irrupciones cargadas de agresividad en las que aun el cine en sus formas más críticas tiende a caer.
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Esta misma posibilidad se plantea en el argumento de la película, ambientada en la Francia del siglo XVIII. Una de las mujeres es una artista contratada por una condesa ítalo-francesa para pintar a su hija a escondidas de esta, de modo que su retrato pueda ser enviado a un hombre adinerado en Italia para que este se convenza de esposarla. Para conseguirlo, la pintora debe pasar largas horas del día con su sujeto e intentar capturar con su mirada detalles de su rostro o de su cuerpo para luego reunirlos en el lienzo. Este ejercicio de disección trae como resultado una pintura hierática en la que la retratada no es más que un objeto. Pero ¿no es eso lo que siempre sucede cuando aquello con lo que trabajamos no es más que lo observado ante un observador privilegiado? ¿No es esta siempre la posición de la explotación, el paternalismo y la apropiación?
Cuando quien busca hacer una representación de alguien o algo —incluso cuando tiene las mejores intenciones de contar su historia— no le permite a su sujeto un papel activo, cuando se impone y pretende hablar por este en lugar de dejarlo hablar por sí mismo, la denuncia se convierte fácilmente en revictimización, la visibilización en saqueo. Cuando lo que se quiere mostrar es una situación de desigualdad, vulnerabilidad o violencia, se corre el riesgo de volver a excluir, vulnerar y violentar, con lo cual se causa una doble muerte. El proceso por medio del cual construimos saberes en imágenes, historias u otras formas de expresión, la manera como nos aproximamos al material, el lenguaje que utilizamos, nuestros instrumentos... todo construye significados y sentidos, produce o reproduce prácticas determinadas. La modelo en la película pronto se lo hace ver a la pintora, y no es sino hasta que aquella se involucra activamente en la construcción del retrato —advirtiéndole a la pintora que, a espaldas del caballete, también mira los movimientos y los gestos de esta mientras pinta— cuando el retrato adquiere vida.
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