Tiene diez o doce días de estar helando todas las madrugadas y, aunque ya entendí que para que la calefacción funcione hay que dejarla encendida todo el jornada, aún hace frío por las noches en mi habitación.
El cuarto tiene una vista maravillosa de Juárez y, al fondo, el desierto y las montañas nevadas. Pero el hecho de que esté todo rodeado de ventanales también hace que sea un sitio gélido.
Debe de haber sido el frío, una sopa vieja que cené o, quizá, una noticia que leí días atrás. Pero soñé que estaba en Comalapa, en el destacamento militar. Era el mismo lugar donde hace ya varios años me encontré con Rosalina Tuyuc y juntamos fuego para espantar el frío y la niebla de la mañana. Recuerdo que comimos algo entonces, no podría decir qué, pero recuerdo que fue calentado en las brasas y aplacó nuestra hambre.
Los recuerdos de ese día están totalmente llenos de niebla. Son fragmentos, imágenes que estaban arrumbadas en el fondo de mi memoria hasta que leí la noticia. Ese día, recuerdo, los antropólogos forenses habían encontrado unas de las primeras víctimas y nos llevaron a ver la fosa común que habían desenterrado.
Allí estaban los muertos, con las manos atadas, con los ojos vendados, rodeados de envases de licor y cajetillas de cigarros. Era como la basura que queda después de una fiesta, pero con esqueletos.
Y en mi sueño, de entre la niebla, salían los muertos. Salían con los brazos extendidos hacia delante. No recuerdo si tenían carne o apenas eran esqueletos, los sueños suelen estar llenos de sensaciones, de certidumbres, de conceptos pero casi completamente vacíos de detalles.
En la duermevela de esa noche, en medio de ese silencio que hay en las noches de invierno en El Paso, aún podía escucharlos, caminando en el bosque de Comalapa, rompiendo pequeñas ramitas bajo el insignificante peso de sus esqueletos. Ahora eran esqueletos.
Debe de haber sido el radiador de gas de mi habitación, pero juraría que incluso podía escuchar cómo crepitaba el fuego mientras Rosalina lo azuzaba, ajena a los cadáveres que pasaban en derredor nuestro.
Y así como llegaron, los muertos pasaron frente a nosotros para volver a mezclarse entre la niebla espesa de la mañana. Desde entonces he tenido miedo a la niebla.
Como dije, en los sueños hay pocos detalles –una rama que se quiebra bajo el peso de un carcañal, el sonido de las brasas, la sensación del rocío que cae sobre las pestañas y termina formando diminutas gotitas– y muchas cosas que se dan por sentadas, conceptos que están dados desde el principio. En mi sueño, eran 500 los muertos que salieron de la niebla. Eran exactamente 500 y conforme pasaban a mi lado, me hacían saber que volvían para buscar a los cobardes.
Como dije, era una certidumbre. No es posible contar 500 muertos en un sueño, menos aún cuando pasan entre la niebla. Pero estoy seguro de que eran 500, ni uno menos.
Y, hoy, trato de recrear la imagen en mi mente. Trato de imaginarme a Rosalina, el fuego y los muertos, pero sobre todo los muertos. No es difícil figurarme a Rosalina, y un fuego que crepita es harto común como para no poder recrearlo en mi mente. Mi problema son los muertos. Imaginarme 500 esqueletos, 500 calaveras.
No sé cómo imaginarlo. En mi mente hoy, los muertos, los esqueletos que salían de la niebla con sus brazos extendidos como pidiendo cuentas son apenas remedos del horror que sentí esa noche.
Son más que mis amigos en Facebook, son más que la gente que vivía en mi condominio en Guatemala. Son más que toda la gente que había en la secundaria donde estudie. Son muchos los muertos.
Trato de imaginarme qué pasaría si de pronto murieran las 457 personas que son amigos míos en Facebook, si un día mataran a toda la gente que vivía en mi condominio, si un día hubieran muerto todos los alumnos de la secundaria donde estudié entre el 87 y el 92.
No tanto en el aspecto práctico de organizar 457 funerales o mandar a publicar 500 esquelas o juntar los 300 y pico suéteres verdes de nuestro uniforme de colegio para dar una idea de la magnitud de la tragedia.
Más allá de eso, trato de imaginarme cómo será para una comunidad perder 500 personas. Trato de comprender cómo puede afectar en la forma en que se relacionan las personas entre ellas y las instituciones el hecho de que 500, 1000, 200.000 personas hayan sido asesinadas. ¿Cómo se relaciona un grupo étnico o social con un estado o con la otra parte de la sociedad si hay pendiente una deuda de esa magnitud? Más aún, si la actitud del estado y de la otra parte de la sociedad es actuar como si no ocurrió, como si nada hubiera pasado.
Matar tanta gente es una atrocidad. Pero negarlo es una cobardía. Es una cobardía del estado –que lo sustentó–, del Ejército –que lo ejecutó–, de la clase empresarial –que se benefició de ello– y de la clase media y media alta –que no lo quiso ver y al día de hoy lo niega, lo matiza y lo justifica.
Las víctimas tienen derecho a pedir que se les resarza, no hay duda. Los familiares tienen derecho a la justicia, eso no se discute. Pero como sociedad, habría que empezar por exigir que se reconozca, que se explique por qué lo hicieron, que salga a la luz quienes lo avalaron, quienes se beneficiaron, quienes lo hicieron. Quienes lo sabían y se callaron. Sobre todo por qué.
En cambio, el estado –más bien esa parte de la sociedad que además de voto tiene la voz– sigue diciendo que no, que acá no hubo nada de eso. Que si pasó antes de 1987, de plano te jodiste y si pasó después de 1987, mejor agarrá un banco porque te vas a hacer muy, muy viejo antes de ver la justicia.
Veo hacia afuera y sobre los tejados hay una fina capa de nieve. A lo lejos, en las montañas la luna deja ver cómo comienza a formarse un banco de niebla que habrá de sumergir ambas ciudades en esa sustancia lechosa.
De pronto siento miedo. En ese desconcierto de la vigilia de la madrugada inmediatamente intuyo que la causa de mi terror debe ser la niebla y la posibilidad de que esta traiga otra vez a los muertos.
Sigo tiritando, ahora de frío. Detrás de una montaña se asoman los primeros rayos del sol y conforme se va iluminando el valle, desaparece la niebla y con ella la posibilidad de que los muertos de mi sueño se hagan reales. Y de pronto siento miedo de nuevo y comprendo que no son los muertos quienes me aterran. Son los cobardes.
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